El andén de
la pequeña estación estaba desierto a esas horas.
El silencio era tal que aún
podía percibir el eco de mis pasos antes de detenerme y quedarme allí de pie
completamente solo con mi cartera vieja de cuero bajo el brazo.
Pronto amanecería, pero la oscuridad aún no dejaba distinguir la boca del negro túnel que atravesaba la brumosa y helada sierra por el que yo esperaba de un momento a otro ver salir el débil haz de luz de aquella destartalada y negra locomotora que con sus bufidos de vapor y su desagradable pitido, se detendría para recogerme.
Pronto amanecería, pero la oscuridad aún no dejaba distinguir la boca del negro túnel que atravesaba la brumosa y helada sierra por el que yo esperaba de un momento a otro ver salir el débil haz de luz de aquella destartalada y negra locomotora que con sus bufidos de vapor y su desagradable pitido, se detendría para recogerme.
Sorprendentemente,
apenas notaba las gélidas ráfagas de aire que venían de las montañas, a pesar
de que las solapas levantadas de mi arrugada gabardina de loneta gris,
apenas llegaban a las alas de mi sombrero de fieltro.
Para poder
consultar mi anticuado reloj,
tuve que acercarme a la puerta cerrada de la estación sobre la que una solitaria bombilla se bamboleaba con el ventarrón helado. Con la tímida luz, mi huesuda nariz y mis gafas metálicas se reflejaron en los cuarterones de cristal de la puerta a pesar de su suciedad. Observé mi rostro en aquél improvisado espejo. La palidez cérea de mi cara y sus cárdenas ojeras me intranquilizaron levemente, pero deseché rápidamente mi inquietud al recordar lo asombrosamente ligero y ágil que me había sentido cuando, sin apenas esfuerzo, venía caminado minutos antes por la cuesta de de los cipreses sin ni siquiera percibir el desastroso estado de su empedrado de granito.
tuve que acercarme a la puerta cerrada de la estación sobre la que una solitaria bombilla se bamboleaba con el ventarrón helado. Con la tímida luz, mi huesuda nariz y mis gafas metálicas se reflejaron en los cuarterones de cristal de la puerta a pesar de su suciedad. Observé mi rostro en aquél improvisado espejo. La palidez cérea de mi cara y sus cárdenas ojeras me intranquilizaron levemente, pero deseché rápidamente mi inquietud al recordar lo asombrosamente ligero y ágil que me había sentido cuando, sin apenas esfuerzo, venía caminado minutos antes por la cuesta de de los cipreses sin ni siquiera percibir el desastroso estado de su empedrado de granito.
Cuando me di
la vuelta, ya estaba subido a la plataforma posterior del antiguo vagón esperando
que aquel revisor de cara tan bondadosa y gestos tan amables, me diera mi
billete y me acomodara como estaba haciendo con una atractiva dama.
Entretanto,
me tranquilizó un poco recordar que como me había sucedido en anteriores ocasiones,
absorto en mis cosas, ni siquiera había oído llegar el tren y había subido
maquinalmente a aquel iluminado vagón.
El revisor, después de mirar ausente hacia el fondo del vagón donde yo estaba de pie esperándolo, desapareció por la puerta opuesta rumbo a otro vagón como si no me hubiera visto.
Para no
ofenderlo, me resistí a no acomodarme solo y esperé pacientemente su regreso. Estoy
seguro que alguna importante tarea debía estar demorando su retorno contra su
voluntad, porque me parecía impensable que aquel revisor tan agradable y de cara tan bondadosa hubiera
olvidado mi presencia, pero pensé que dado el tiempo más que razonable trascurrido,
no se sentiría molesto si al volver me veía dispuesto aseadamente en el hueco
que dejaban en el asiento corrido de madera de roble pulida una mujer rubia de
mediana edad y un hombre obeso de barba canosa con aspecto de comerciante.
Absortos en
sus lecturas, los dos pasajeros del banco apenas levantaron la vista de sus lecturas ni fueron conscientes
de mi saludo cuando me aposenté entre ambos, pero sus caras eran tan bondadosas
y sus gestos tan amables que no quise molestarlos dirigiéndome a ellos
repitiendo mi saludo y preferí concentrarme en cómo resolver el pequeño
problema que se me iba a plantear para adquirir el billete y que podría
confundir al amable revisor cuando le dijera, que no sabía aún en qué estación
iba a bajar y que , como en otras ocasiones similares se me había mostrado
efectivo, iba a dejar a mi intuición escoger el momento y el lugar donde
apearme.
Cuando mas
tarde el tren fue ganando la llanura, el mar azul apareció en el horizonte y la
luz de la mañana llenó de sombras y dorados los rincones del vagón. El perfume
del azar de los naranjos en flor me produjo una sensación familiar, que pese a
esforzarme, no pude aflorar en mi memoria y en esas estaba, cuando la mujer de
mediana edad se dispuso a desayunar y sacando de su bolso unos emparedados y
volviéndose de repente hacia nosotros dos, inició un gesto grato de
compartirlos sumiéndome con ello en el apuro de cómo rechazar aquello de una
mujer tan bondadosa y de gestos tan amables dando que yo hacía tiempo que había
perdido la costumbre de comer.
Afortunadamente,
la rapidez del comerciante hambriento en aceptar las viandas, me dispensó de
dar explicación alguna y me permitió suspirar de alivio.
Tres
paradas más adelante, fue cuando mi intuición a la que obedezco ciegamente, me
aconsejó sin darme explicación alguna que debía bajar.
La verdad es
que no tuve tiempo de buscar al revisor de cara tan bondadosa y gestos tan
amables y temiendo que la locomotora volviera a arrancar, tuve que apearme
apresuradamente de aquel vagón, mientras sentía mi ánimo algo abatido por la desconocida
sensación de haber cometido un delito por primera vez en mi vida, viajando de polizón, aunque ello fuera contra mis deseos.
Cuando al
bajar del tren vi desde el andén aquella plaza ajardinada y espléndida de
vegetación en cuyo fondo, tras los Magnolios del edificio consistorial, se
adivinaba un insólito campanario gótico encalado hasta su cima, de nuevo sentí
un "dejá vu" que aunque tampoco llegó a aflorar en mi memoria, me
dejó una sensación de familiaridad que acabé desechando con la suposición de
que de niño debí estar en aquel lugar
lo que mas tarde, me hizo quitarle importancia, al hecho de que en todos los rostros que me cruzaba, pudiera atisbar gestos y miradas que se me antojaban conocidas.
lo que mas tarde, me hizo quitarle importancia, al hecho de que en todos los rostros que me cruzaba, pudiera atisbar gestos y miradas que se me antojaban conocidas.
Era curioso
que en aquella población tan grande, no pudiera ver ningún taxi ni vehículo motorizado que me sugiriera la
existencia de trasporte público alguno, por lo que al fin me decidí a subir a
una solitaria y esbelta calesa de guardabarros acharolados y brillantes faroles
tirada por dos caballos tordos y delgados
de mirada triste.
Me acomodé en
el carruaje de cara a la marcha en el confortable asiento de piel blanca con
cierta ansiedad de que el calesero volviera su rostro y me preguntara desde el
pescante por el lugar a donde quería dirigirme, porque se me antojaba difícil
explicarle a aquel agradable hombre que dejara a los caballos ir a su antojo hasta que mi
aguda intuición me señalara de algún modo el final del trayecto.
Sin embargo y como si no hubiera percibido mi presencia, el cochero no lo hizo movimiento alguno y siguió acariciando las grupas de los caballos y hablándoles con una cara tan bondadosa y unos gestos tan amables, que no me pareció oportuno interrumpir la escena para manifestarme y preferí quedarme en silencio a esperar disfrutando del soleado día.
Sin embargo y como si no hubiera percibido mi presencia, el cochero no lo hizo movimiento alguno y siguió acariciando las grupas de los caballos y hablándoles con una cara tan bondadosa y unos gestos tan amables, que no me pareció oportuno interrumpir la escena para manifestarme y preferí quedarme en silencio a esperar disfrutando del soleado día.
Pasado un rato, unos suaves ronquidos me avisaron de que el cochero había
finalizado sus caricias a los equinos y
aunque me duele importunar a aquellas personas de rostro bondadoso y gestos
amables, ya me iba a ver obligado a llamar su atención sobre mi modesta persona,
cuando una dama enlutada bellamente vestida de negro, saliendo de un
establecimiento, subió a la calesa con un enorme ramo de crisantemos amarillos y
se sentó a mi lado con un ruidoso fru-fru de seda.
De nuevo, la
suerte vino a salvarme de un compromiso cuando oí que la bella mujer le pedía
al calesero que la llevara al cementerio y mi intuición no hizo protesta alguna
en mi interior de ser transportado a tan sagrado lugar.
No, no lo
voy a negar, casi perdí mi proverbial aplomo cuando la dama, que de tan
compungida ni había percibido mi presencia , levantó su velo y pude ver
aquellos fascinantes ojos verde oscuro de largas pestañas brillantes por las
lagrimas.
De nuevo y
por tercera vez en el día, aquellos ojos se me antojaron conocidos, pero a
diferencia de las anteriores, esta vez, aunque tampoco afloró recuerdo alguno a
mi memoria, mi corazón dio un insólito vuelco y sin saber porqué y mientras no
podía evitar mirarla de reojo una y otra vez, mi cuerpo quedó agitado y tembloroso
de pies a cabeza durante todo el trayecto hasta el camposanto.
Sorprendentemente,
cuando la calesa atravesó la puerta del cementerio, me invadió súbitamente una
sensación de paz inmensa y decidí relajarme en el asiento disfrutando del bello
paisaje de hileras de tumbas entre rosales, nichos adornados y preciosos panteones
familiares de mármol funerario plagados de cruces oscuras y docenas de
centenarios cipreses negros elevando las ánimas al cielo, mientras los
angelotes de piedra cubiertos de moho que tan siniestros me habían resultado
siempre, ahora parecían escoltarnos sonrientes a lo largo del el paseo central
de la necrópolis.
Me
sobresalté un poco cuando la calesa se detuvo con cierta brusquedad frente al oscuro
rectángulo de una fosa cavada en el césped cuidadosamente recortado en un claro
soleado cuya profundidad era tal, que no se le veía el fondo y tan solo
asomaba de ella el extremo de una vieja escalera de madera que debía haber sido usada
por el enterrador para cavar un hoyo tan hondo.
La dama,
ahora ya con un pañuelo en la mano, sin siquiera mirarme o despedirse de mí bajó
diligente del vehículo, se arrodilló frente a la fosa vacía , depositó las
flores amarillas y se quedó sollozando abiertamente algunos minutos.
Ignoro por qué
lo hice, pero me fuí tras ella y permanecí respetuosamente en pie a
sus espaldas respetando su dolor hasta que se levantó con lentitud espolsándose
la falda y se dirigió a la bella losa gris que a falta de colocar, reposaba de
pié apoyada en el tronco rojizo de un enorme pino y besó dulcemente su epitafio
antes de dirigirse apresuradamente hacia la capilla que se adivinaba al fondo
del camposanto con la clara intención de rezar.
Me quedé solo
allí de pie algo desorientado y sin saber qué hacer, la calesa ya había
desaparecido y no se veía a nadie a quien preguntar alguna cosa, pero al fin,
algo ocioso, me decidí distraídamente por acercarme a la losa gris.
La verdad es
que no me inquieté demasiado cuando vi mi nombre esculpido en ella y pasé el
dedo recorriendo sus rugosas letras porque esta vez, el débil recuerdo del
encargo de una losa esculpida a un cantero en previsión de desgracias repentinas, pasó fugazmente por mi cabeza si bien apenas lo pude retener.
Al volverme
y ver de nuevo la fosa, sentí la necesidad de comprobar sus dimensiones y
constatar que el encargo se había realizado eficientemente, y descendí por la
escalera.
Estaba tan
absorto arrodillado en el fondo estimando las dimensiones de aquella fosa que no me percibí de
que la escalera había desaparecido a mis espaldas hasta que comenzó comenzar a
caerme tierra encima y deseé salir de aquel hoyo.
Solamente
cuando dirigí mi mirada hacia arriba y vi al contraluz del cielo azul del
atardecer al enterrador que pala en mano, estaba llenando el hoyo de tierra sin
apercibirse de mi presencia en su interior fue cuando estuve a punto de
gritarle que se detuviera porque me estaba sepultando…
Pero no, no lo
hice…, no lo pude hacer…, la verdad es que aquel enterrador tenía la cara tan
bondadosa y los gestos tan gentiles que temí importunarle en su trabajo y
preferí acostarme discretamente en el fondo de aquella tumba…
FIN
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