viernes, 15 de septiembre de 2017

SAHARA


Cuando apareció en la fría noche del desierto la Luna llena iluminaba fantasmalmente las sensuales sinuosidades de las dunas . Yo estaba tumbado en la fresca arena y aquella fascinante visión se me antojó como la más bella imagen que jamás había visto y estoy seguro, que nunca volveré a ver. Aun hoy, aquel recuerdo es lo único que deseo guardar en mi memoria de todo aquello.

Era una figura de mujer luminosa y blanca casi espectral contra el paisaje plateado. Una amplia chilaba de seda blanca la cubría por completo y ondulaba con la brisa nocturna. Me sentí como un humilde pastor al que se le aparece a medianoche la virgen María en medio de un páramo oscuro y mientras caminaba pausada hacia mí , fui quedando fascinado por aquellos ojos de gacela que reflejando las claras arenas brillaban fulgurantes como dos pequeñas estrellas en el oscuro óvalo que enmarcaba su capucha.




Cuando llegaba ya hasta a mí y sin dejar de caminar dejó caer abandonada la prenda que la cubría que fue lentamente resbalando por su cuerpo acariciando su belleza mientras se deslizaba. Luego, mirándome desafiante a los ojos, Fátima me mostró sin pudor alguno la desnudez de su cuerpo canela. En mi vida había visto hermosura igual porque de Fátima por entonces solo conocía su rostro. La Luna, cómplice, iluminó entonces las hermosas curvas de sus pechos, de sus hombros, de sus caderas y de sus muslos con una suavidad que hacía sentir envida a las dunas que, eclipsadas, parecían apagarse a su alrededor.

Sobre aquel manto de seda blanca hicimos el más dulce y tierno amor sin decir una sola palabra mientras nuestras lenguas enroscadas como dos serpientes amenazaban con anudarse para los eternos saboreando el néctar de nuestras salivas. Luego, despacio y durante horas fuimos rodando hacia abajo por la interminable y suave pendiente dunar, incapaces de deshacer el velcro en que se habían convertido nuestras zonas más oscuras y rizadas que nos mantuvo fundidos como un solo cuerpo hasta que el frío del desierto y el terror por lo que habíamos hecho, nos hizo cubrirnos y permanecer abrazados en silencio avergonzados como Adán y Eva después de comer la manzana.

 El alba, nos sorprendió ya en nuestro sigiloso regreso a la "Jaima" con la esperanza de que Jalila no se hubiera despertado.

En todo el desierto del Sahara donde llegué enviado English  Journal of Geography and Nature para una larga estancia, solo Alí "El camellero", fue la única persona que logré que me ofreciera hospitalidad en su semienterrada y sucia "Jaima" que al abrigo de la gran duna que la protegía de las temibles tormentas de arena del Sirocco, se asentaba en el mismísimo ombligo del desierto a cien kilómetros del oasis mas próximo.

¿ Gratis …? !No!,! Que va…! ! El precio era obscenamente oneroso !. Solo la codicia avarienta de aquel desconfiado moro, que se creía devoto de Alá pero que no tenía mas dios que el oro, podía vencer su paranoico recelo para poder permitir vivir a otro hombre en su tienda junto a sus dos esclavizadas esposas Jalila y Fátima, sus esqueléticas cabras y la media docena de abúlicos camellos que eran su sustento junto a cierto escondido pozo de agua sucia con la que comerciaba inhumanamente aprovechándose de la necesidad ajena.

 Aquel bereber era un cabrón y no me refiero a un ovino macho y grande o alguien a quien su mujer adorna su cabeza con dos cornalones de toro manso y os diré, que con lo grande que es el mundo, en medio de la nada en ese puto desierto, fui a conocer a dos cabrones que coincidieron sus destinos sobre sus doradas arenas.

El primero de los dos naturalmente era Alí que era un autentico cabrón, es decir una subespecie de los hijos de puta pero más ladino y con mas mala leche con la eximente que le daba la adaptación a la supervivencia en aquel infierno de arena y roca donde los buenos y confiados no llegan a la mayoría de edad.

Pero… Alí, no era el más cabrón en aquel desierto. El segundo era verdaderamente entre aquellas dunas , el mayor cabrón que llegué a conocer, porque antes jamás lo había visto y no tenía eximente, ni justificación, ni perdón. Ese gran cabronazo….!Era yo!

La verdad es que cuando me encargaron el reportaje fotográfico sobre la huidiza y esquiva víbora cornuda del desierto, de cuya mortal picadura supo bien Cleopatra, jamás pensé que ese Sahara pudiera cambiar tanto a alguien.

¿Qué me pasó…? ! No lo sé!. Pensaba que era la fuerza telúrica de aquel lugar que se había ido apoderando contra mi voluntad de mi ser para sacar lo peor de mi mismo, porque estoy seguro de que no fueron las duras condiciones, ni la comida escasa y especiada, ni la leche de camello, ni la escasez de agua, ni la falta de sueño que acompañaba a la espera frente a un cebo de ratón de aquella serpiente de hábitos nocturnos, mi profesión de fotógrafo naturalista me había llevado antes a soportar condiciones límite incluso más extremas sin alterar mi mente ni un ápice, pero allí, sorprendentemente en medio de aquellas románticas soledades, brotó de mi algo maligno, que ahora después de lo ocurrido pienso, aunque nunca sabré cual de las dos, que alguna de aquellas dos mujeres me suministraba algún bebedizo de Mandrágora o Hachís en la comida para enloquecerme, porque cualquiera las dos tenían razones para ello.

La cuestión era que Fátima, una hermosa muchacha bereber apenas salida de la adolescencia estaba desesperada por escapar de aquella " Jaima ". Fátima, no se había podido adaptar al brutal abuso que Alí hacía de su cuerpo, ni a ser tratada con como una criada por su primera esposa Jalila
Pero… no solo Fátima pudo ver en mí una tabla de salvación. Jalila , la primera esposa de Alí y veinte años mayor que Fátima, era una tuareg tatuada, violenta y menos agraciada y  resultó que Jalila, muerta de celos, estaba desesperada por perder de vista a aquella joven rival y en su resentimiento  también pudo ver en mí el instrumento que necesitaba para sus intereses.

Cuando Alí tranquilo a pesar de mi presencia en su Jaima viajó durante algunas semanas hasta el valle de Bilma con la caravana anual de la sal pensando que sus enfrentadas esposas se vigilarían la una a la otra, fue cuando me fui enamorando de Fátima.

Durante las largas y calurosas tardes que pasábamos a solas bebiendo te con hierbabuena entre cojines y alfombras con la intencionada anuencia de Jalila que deliberadamente desaparecía fingiendo otras tareas, Fátima, con sus miradas insinuantes, sus risas coquetas y sus mil atenciones, logró que me olvidara de que era la mujer del prójimo que me acogía y de que yo era un hombre casado con hijos y responsabilidades, para pasar a ser el objeto de mi obsesivo deseo y la dueña absoluta de mis pensamientos.

Al fin, una noche tiempo después de nuestro primer encuentro nocturno en las dunas, Fátima acudió de nuevo a mi puesto de observación y en su macarrónico francés me dijo:

-Tenemos que huir amor, Jalila hablará, Alí está al caer, nos matará a los dos y nadie encontrará nuestros cuerpos.  !Rápido, coge tus cosas y ven!.

Fátima me esperó en un roquedo cercano con los dos viejos camellos que se habían quedado con las cabras cargados con agua y provisiones. Cuando llegué a su encuentro, me ordenó levantar un pedrusco que daba a la oquedad donde Alí guardaba todo el dinero y oro que tenía y me exhortó a cogerlo todo.

Mientras yo lo hacía sin presentar oposición alguna no me reconocía a mi mismo porque os diré, que no sentí el menor escrúpulo ni remordimiento en convertirme en ladrón por primera vez en mi vida y cargué todo aquello, lo repartí entre los dos camellos  y antes de perdernos en las tinieblas de la noche sin luna, tal vez para acallar mi conciencia, dije en voz alta:

-! Vámonos! ,!! El que roba a un cabrón tiene cien años de perdón !!

Curiosamente, después de convertir a un cabrón en cabrón robándole la mujer, no me sentía mal dejado en la más absoluta miseria a quién no me había hecho nada mas que darme su hospitalidad.

Llegamos medio muertos al cabo de una semana al puerto de Tripoli. Fátima permanecía en pié vigilante guardando nuestro tesoro y nuestras pertenencia mientras yo en una ventanilla, sin pensar siquiera los problemas que inevitablemente nos esperaban en Europa, luchaba con el idioma para obtener los pasajes del barco que nos iba a llevar hasta allí.

Cuando al fin me di la vuelta con una sonrisa triunfal agitando brazo en alto los dos pasajes, la sonrisa se me heló en los labios. Donde debía estar Fátima, no había nadie…!nadie…!!ni nada…!.

En ese momento como si despertara de un sueño o saliera de un trance, todas las maldades que había cometido en aquel maldito desierto, se me vinieron encima dejándome abatido. 

Como pude, esbocé una amarga sonrisa y en voz baja dije:

-!Vuela paloma del desierto…!.!Vuela libre…!. Al fin y al cabo… " El que roba a un cabrón tiene cien años de perdón…"

FIN.