Cuando
apareció en la fría noche del desierto la Luna llena iluminaba fantasmalmente
las sensuales sinuosidades de las dunas . Yo estaba tumbado en la fresca arena y aquella fascinante visión se me antojó como la más bella imagen
que jamás había visto y estoy seguro, que nunca volveré a ver. Aun hoy, aquel recuerdo
es lo único que deseo guardar en mi memoria de todo aquello.
Era una figura
de mujer luminosa y blanca casi espectral contra el paisaje plateado. Una
amplia chilaba de seda blanca la cubría por completo y ondulaba con la brisa
nocturna. Me sentí como un humilde pastor al que se le aparece a medianoche la
virgen María en medio de un páramo oscuro y mientras caminaba pausada hacia mí ,
fui quedando fascinado por aquellos ojos de gacela que reflejando las claras arenas
brillaban fulgurantes como dos pequeñas estrellas en el oscuro óvalo que
enmarcaba su capucha.
Cuando llegaba ya hasta a mí y sin dejar de caminar dejó caer abandonada la prenda que la cubría
que fue lentamente resbalando por su cuerpo acariciando su belleza mientras
se deslizaba. Luego, mirándome desafiante a los ojos, Fátima me mostró sin pudor alguno
la desnudez de su cuerpo canela. En mi vida había visto hermosura igual porque
de Fátima por entonces solo conocía su rostro. La Luna, cómplice, iluminó entonces las hermosas
curvas de sus pechos, de sus hombros, de sus caderas y de sus muslos con una
suavidad que hacía sentir envida a las dunas que, eclipsadas, parecían apagarse
a su alrededor.
Sobre aquel manto
de seda blanca hicimos el más dulce y tierno amor sin decir una sola palabra
mientras nuestras lenguas enroscadas como dos serpientes amenazaban con
anudarse para los eternos saboreando el néctar de nuestras salivas. Luego, despacio
y durante horas fuimos rodando hacia abajo por la interminable y suave
pendiente dunar, incapaces de deshacer el velcro en que se habían convertido nuestras
zonas más oscuras y rizadas que nos mantuvo fundidos como un solo cuerpo hasta
que el frío del desierto y el terror por lo que habíamos hecho, nos hizo
cubrirnos y permanecer abrazados en silencio avergonzados como Adán y Eva después
de comer la manzana.
El alba, nos sorprendió ya en nuestro sigiloso
regreso a la "Jaima" con la esperanza de que Jalila no se hubiera
despertado.
En todo el
desierto del Sahara donde llegué enviado English Journal of Geography and Nature para una
larga estancia, solo Alí "El camellero", fue la única persona que
logré que me ofreciera hospitalidad en su semienterrada y sucia
"Jaima" que al abrigo de la gran duna que la protegía de las temibles
tormentas de arena del Sirocco, se asentaba en el mismísimo ombligo del desierto
a cien kilómetros del oasis mas próximo.
¿ Gratis …? !No!,!
Que va…! ! El precio era obscenamente oneroso !. Solo la codicia avarienta de aquel
desconfiado moro, que se creía devoto de Alá pero que no tenía mas dios que el
oro, podía vencer su paranoico recelo para poder permitir vivir a otro hombre
en su tienda junto a sus dos esclavizadas esposas Jalila y Fátima, sus esqueléticas
cabras y la media docena de abúlicos camellos que eran su sustento junto a
cierto escondido pozo de agua sucia con la que comerciaba inhumanamente
aprovechándose de la necesidad ajena.
Aquel bereber era un cabrón y no me refiero a
un ovino macho y grande o alguien a quien su mujer adorna su cabeza con dos
cornalones de toro manso y os diré, que con lo grande que es el mundo, en medio
de la nada en ese puto desierto, fui a conocer a dos cabrones que coincidieron sus
destinos sobre sus doradas arenas.
El primero
de los dos naturalmente era Alí que era un autentico cabrón, es decir una
subespecie de los hijos de puta pero más ladino y con mas mala leche con la
eximente que le daba la adaptación a la supervivencia en aquel infierno de
arena y roca donde los buenos y confiados no llegan a la mayoría de edad.
Pero… Alí,
no era el más cabrón en aquel desierto. El segundo era verdaderamente entre
aquellas dunas , el mayor cabrón que llegué a conocer, porque antes jamás lo
había visto y no tenía eximente, ni justificación, ni perdón. Ese gran
cabronazo….!Era yo!
La verdad es
que cuando me encargaron el reportaje fotográfico sobre la huidiza y esquiva víbora
cornuda del desierto, de cuya mortal picadura supo bien Cleopatra, jamás pensé que
ese Sahara pudiera cambiar tanto a alguien.
¿Qué me pasó…?
! No lo sé!. Pensaba que era la fuerza telúrica de aquel lugar que se había ido
apoderando contra mi voluntad de mi ser para sacar lo peor de mi mismo, porque
estoy seguro de que no fueron las duras condiciones, ni la comida escasa y
especiada, ni la leche de camello, ni la escasez de agua, ni la falta de sueño que
acompañaba a la espera frente a un cebo de ratón de aquella serpiente de
hábitos nocturnos, mi profesión de fotógrafo naturalista me había llevado antes
a soportar condiciones límite incluso más extremas sin alterar mi mente ni un
ápice, pero allí, sorprendentemente en medio de aquellas románticas soledades,
brotó de mi algo maligno, que ahora después de lo ocurrido pienso,
aunque nunca sabré cual de las dos, que alguna de aquellas dos mujeres me
suministraba algún bebedizo de Mandrágora o Hachís en la comida para
enloquecerme, porque cualquiera las dos tenían razones para ello.
La cuestión
era que Fátima, una hermosa muchacha bereber apenas salida de la adolescencia estaba
desesperada por escapar de aquella " Jaima ". Fátima, no se había
podido adaptar al brutal abuso que Alí hacía de su cuerpo, ni a ser tratada con
como una criada por su primera esposa Jalila
Pero… no
solo Fátima pudo ver en mí una tabla de salvación. Jalila , la primera esposa
de Alí y veinte años mayor que Fátima, era una tuareg tatuada, violenta y menos
agraciada y resultó que Jalila, muerta
de celos, estaba desesperada por perder de vista a aquella joven rival y en su
resentimiento también pudo ver en mí el instrumento que necesitaba para sus
intereses.
Cuando Alí tranquilo
a pesar de mi presencia en su Jaima viajó durante algunas semanas hasta el
valle de Bilma con la caravana anual de la sal pensando que sus enfrentadas
esposas se vigilarían la una a la otra, fue cuando me fui enamorando de Fátima.
Durante las
largas y calurosas tardes que pasábamos a solas bebiendo te con hierbabuena
entre cojines y alfombras con la intencionada anuencia de Jalila que deliberadamente
desaparecía fingiendo otras tareas, Fátima, con sus miradas insinuantes, sus
risas coquetas y sus mil atenciones, logró que me olvidara de que era la mujer
del prójimo que me acogía y de que yo era un hombre casado con hijos y
responsabilidades, para pasar a ser el objeto de mi obsesivo deseo y la dueña absoluta
de mis pensamientos.
Al fin, una
noche tiempo después de nuestro primer encuentro nocturno en las dunas, Fátima acudió de
nuevo a mi puesto de observación y en su macarrónico francés me dijo:
-Tenemos que
huir amor, Jalila hablará, Alí está al caer, nos matará a los dos y nadie
encontrará nuestros cuerpos. !Rápido, coge
tus cosas y ven!.
Fátima me
esperó en un roquedo cercano con los dos viejos camellos que se habían quedado con
las cabras cargados con agua y provisiones. Cuando llegué a su encuentro, me
ordenó levantar un pedrusco que daba a la oquedad donde Alí guardaba todo el
dinero y oro que tenía y me exhortó a cogerlo todo.
Mientras yo
lo hacía sin presentar oposición alguna no me reconocía a mi mismo porque os
diré, que no sentí el menor escrúpulo ni remordimiento en convertirme en ladrón
por primera vez en mi vida y cargué todo aquello, lo repartí entre los dos
camellos y antes de perdernos en las
tinieblas de la noche sin luna, tal vez para acallar mi conciencia, dije en voz
alta:
-! Vámonos!
,!! El que roba a un cabrón tiene cien años de perdón !!
Curiosamente, después de convertir a un cabrón en cabrón robándole la mujer, no me sentía
mal dejado en la más absoluta miseria a quién no me había hecho nada mas que
darme su hospitalidad.
Llegamos
medio muertos al cabo de una semana al puerto de Tripoli. Fátima permanecía en pié vigilante
guardando nuestro tesoro y nuestras pertenencia mientras yo en una ventanilla,
sin pensar siquiera los problemas que inevitablemente nos esperaban en Europa, luchaba
con el idioma para obtener los pasajes del barco que nos iba a llevar hasta
allí.
Cuando al
fin me di la vuelta con una sonrisa triunfal agitando brazo en alto los dos
pasajes, la sonrisa se me heló en los labios. Donde debía estar Fátima, no
había nadie…!nadie…!!ni nada…!.
En ese
momento como si despertara de un sueño o saliera de un trance, todas las
maldades que había cometido en aquel maldito desierto, se me vinieron encima
dejándome abatido.
Como pude, esbocé una amarga sonrisa y en voz baja dije:
-!Vuela
paloma del desierto…!.!Vuela libre…!. Al fin y al cabo… " El que roba a un
cabrón tiene cien años de perdón…"
FIN.