viernes, 9 de abril de 2021

EL PARQUE Y LA ABSENTA

Acuatexto sobre una acuarela de mi amiga la pintora naif Marie Oreja


Si, estaba en otoño en Paris intentando hacerme pintor a rebufo del éxito de aquellos pintores geniales que habían roto con todo lo establecido a principios del siglo XX.

Me senté con ellos en un oscuro tugurio rodeado de humo, griterío y música de acordeón. Me sirvieron Absenta. Yo no la había probado nunca, luego la prohibieron por su extraordinaria graduación alcohólica y los efectos alucinógenos que a veces producía.

A pesar de lo fuerte que estaba aquella bebida, traté de imitarlos y bebí como un cosaco sin estar acostumbrado. A partir del cuarto vaso mis recuerdos se llenaron de lagunas, y yo rubio, nórdico y poca cosa, que siempre he visto con aprensión y temor las razas africanas, no sé cómo , me encontré bailando abrazado como un zulú con una mujerona africana de pelo rizado, sonrisa blanca y culo y pechos grandes y temblones. Su piel negra como el carbón contrastaba con un vestido rojo avolantado cuyos movimientos que me tenían hipnotizado.

De nuevo una laguna amnésica me impide continuar un relato coherente. Supongo que la mujer me acompañó al parque para que se me pasara la borrachera, pero cuando como de un sueño volví a recordar, estábamos junto a un estanque, mi brazo la abrazaba por el hombro, el viento helado había conseguido que todo estuviera desierto y todo el parque tenía formas y colores imposibles, todo lo verde era de un rosado extraño y antinatural y en los arboles cuyos troncos estaban deformados y negros las hojas parecían arder como un fuego fatuo o una aurora boreal enloquecida, las sillas vacías y deformes parecían tener vida propia y campar a su aire junto al estanque bailando una danza que solo ellas podían oír.

Fue entonces, apoyados en el borde del estanque, cuando sin notar el frio, una sensación intensamente cálida brotó mágicamente de nuestro abrazo. Cuando la miré, ella también me miró y sonrió abriendo aquellos labios gruesos y rollizos y yo, sin pensarlo, sumergí mi boca en la suya con un ansia tan sorprendente que jamás pensé que viviera dormida en mi interior.

Enloquecidamente y sin dejar de besarnos nuestros cuerpos se estrujaron como si cada uno quisiera penetrar en el otro y nuestras manos como hidras voluptuosas, comenzaron a tocar nuestros cuerpos de modo desvergonzado.

Jamás yo había sentido tanto placer a la vez que un deseo de posesión que hacía que un amor infinito hacia ella brotara de mi corazón como la lava ardiente de un volcán, y sintiendo en ella misma pasión salvaje que yo, fuimos torpemente caminando besándonos sin soltarnos hasta detrás de unos arbustos donde nos derrumbamos en un blando lecho de hierba y hojarasca otoñal donde al resplandor de aquella luz rosada rodamos el uno sobre el otro.

Pronto nuestras manos dejaron los manoseos para tomar la fuerza de garras que impacientemente buscaban una presa. Sus faldas y cancanes subieron haciendo fru-fru hasta su cintura, sus medias blancas se desgarraron, saltaron los botones de su corpiño liberando unos pechos cuyos pezones parecían enormes margaritas negras mientras ella, bajaba mis ropas hasta la rodillas y me atraía con fuerza hacia su sexo rizado y húmedo.

En aquel amasijo de ropajes y cuerpos del que salían jadeos y resuellos hicimos el amor durante horas hasta que tras un éxtasis sincrónico coincidiendo ya con las primeras luces, caímos agotados el uno junto al otro.

Mi único pensamiento entonces fue que si aquel maravilloso amor lo había propiciado la Absenta, no podía permitir que aquello terminara y pidiéndole que me esperara allí me fui de nuevo hasta el tugurio a comprar mas.

Cuando regresaba con una botella en cada mano, el frio viento arreciaba, la luz aunque mortecina devolvía sus colores al parque, y la mujer había desaparecido de nuestro lecho dejando solo un hueco desordenado de hojas aplastadas.

La busque, claro que la busqué, pero se había evaporado con la luz como una gota de rocío.

Tire las botellas al estanque y permanecí horas llorando sentado en su orilla.

Algún afamado pintor cuando le referí mi aventura me dijo que solo era un sueño frecuente en las borracheras de Absenta en los novatos, pero yo sé que no, no fue un sueño, los sueños no dejan lechos de hojas aplastadas, los sueños se van cuando la Absenta se evapora y el amor que yo sentí en mis entrañas ha anidado para siempre de tal manera que me ha impedido amar así a una mujer condenando mi vida a la soledad de mi recuerdo.



jueves, 14 de enero de 2021

EL ROSARIO DE LA AURORA

Acabar como el Rosario de la Aurora es lo que se dice en España cuando algo concluye en una tragedia, y es en recuerdo de la contienda a farolazos y palos que por motivos desconocidos, causó heridos y muertos cuando dos cofradías de parroquias  rivales que procesionaban ambas a la aurora rezando el rosario por las calles de Cádiz se enzarzaron entre si  tras lo cual, dicha procesión fue prohibida para siempre por las autoridades. 


Nuestra historia, fue allá por los años 30 del siglo pasado y comenzó en la mansión de Don Germán, un estirado y distante personaje que además de fortuna y patrimonio, profesaba  y  vivía obsesionado como toda su estirpe de una profunda y casi ascética religiosidad. 


Las únicas hijas de Don Germán eran unas mellizas (que no gemelas) hijas de aquella familia de alcurnia que no podían haber nacido mas diferentes ni en aspecto ni en carácter. 


 

Mientras Elisa bonita rubia como una muñeca, simpática y sociable era la joya del colegio religioso donde naturalmente estudiaban. Enriqueta, la morena, aunque no era fea ni desagradable, heredó de su padre todo el estiramiento, arrogancia, sequedad y antipatía, por lo que a diferencia de Elisa, siempre rodeada de amigas y risas, Enriqueta, no sé si por la inclinación propia de su carácter, por envidia de su hermana o por ambas cosas, refugió su soledad desde niña en el mundo religioso donde sus virtudes eran mas valoradas. 

Cuando fueron creciendo y pese al amparo que encontró en su mundo religioso, fue imposible que Enriqueta no desarrollara una envidia soterrada hacia Elisa aunque, eso sí, su orgullo jamás le permitió que nadie le notara inquinaalguna, ni siquiera ante sí misma, porque con, su inmenso ego y ambición siempre lograba autojustificarse y esconder sus malquerencias y juicios escudándose en sus duros criterios de pureza espiritual. 

En casa, las dos hermanas no se llevaban mal, aunque quedaba claro que Elisa quería a su hermana y la trataba con más cariño que, mas fríamente, lo hacía Enriqueta con ella. Cada una se dedicaba a lo suyo y cuando surgía algún roce entre ellas, su madre, mujer inteligente y práctica, lo resolvía con soltura. 


Todo fue más o menos bien en aquella casa hasta que, en plena juventud de las muchachas, Don Germán enviudó cuando un agresivo cáncer de mama de llevó a la madre de las muchachas y Elisa más sensible, ante la sequedad de padre y hermana se refugió para su consuelo en Jacinto, un mozo enorme y buena persona del que Elisa se enamoró y que gracias a su habilidad y fortaleza era el campanero del templo parroquial y cuya relación con Elisa fue inmediatamente rechazada por la familia debido a su origen humilde.

Eran otros tiempos antes de la guerra civil. Tal vez de tener a su madre hubiera podido resolverse de algún modo la situación cuando la ignorancia de aquellos dos enamorados llevó al embarazo de Elisa. 

! Una madre soltera en nuestra familia !, ! No..., si se veía venir..!, !La deshonra total para nuestra estirpe...!, ! Con que cara vamos ahora a reprobar el comportamiento de los demás...! ! Quien va a querer casarse ahora con la hermana de una pecadora... ! 

Eso le faltaba a Don Germán, había llegado la hora de la venganza de la soterrada envidia de Enriqueta que como toda envidia suele ir teñida de resentimiento, ira, sensación de injusticia y deseo de venganza, y no paró de azuzarlo para que la desheredara y la expulsara de casa como único medio de expiación de la honorable familia mientras ellos en el dosel de la puerta de pie como si se hubieran tragado un palo expulsaban a Elisa con su niño en brazos delante de toda la gente. 

Pero llegó la guerra, y aunque Don Germán fue ajusticiado por los rojos republicanos a las primeras de cambio y sus bienes confiscados para el pueblo, la ciudad fue de las primeras reconquistadas por los ejércitos nacionales de Franco y con la ayuda de la iglesia, y en especial del obispo, todos los bienes de la familia fueron recuperados y restituidos a Encarna que quedó como heredera universal, mientras que Elisa, Jacinto y la recién nacida quedaron aislados en el bando republicano sin recursos para sobrevivir. 

Jacinto, además, fue reclutado forzosamente para el frente y la pobre Elisa sin casa y a falta de trabajo alguno no tuvo más remedio  que acabar prostituyéndose en medio de aquel horror para dar de comer a su pequeña y procurarle un refugio caliente en un hogar colectivo miliciano en aquel duro invierno. 


Enriqueta , aunque enterada de la situación de su hermana, y aunque podía de algún modo hacerlo, se negó a enviarle ayuda alguna arguyendo que Dios les estaba haciendo pagar el terrible pecado que habían cometido y ella no debía influir en sus designios. 

Ni siquiera pestañeo ni soltó una lágrima cuando finalizada la guerra y con Jacinto preso en un campo de trabajo se enteró de que Elisa había muerto en un bombardeo de los que abundaron en las últimas ofensivas. Pero a continuación, maniobró una vez más con la ayuda de la iglesia, disfrazando de acción justa y generosa, para arrebatar como un buitre a aquella pequeña desgraciada que no había tenido ni un solo minuto bueno desde su concepción y adoptarla como hija propia arguyendo, con razón, que no teniendo mas familia su padre desde la prisión no podía hacerse cargo de ella. 

Tras pasar ocho años preso en el valle de los caídos en trabajos forzados, Jacinto al fin fue liberado y sin trabajo, con la secuela de republicanismo y el sentimiento de fracaso y de haber sido despojado de su familia, ni siquiera buscó a la niña. 

Cualquier intento legal hubiera sido inútil, y Jacinto, impotente, dejó pasar los años malviviendo de peón caminero y sufriendo su desdicha mientras su hija, crecía con la belleza y simpatía de su madre pero moldeada a su gusto por su tía Enriqueta que llena de orgullo, la preparaba para tomar los hábitos en el Opus Dei donde la muchacha acabó de profesora. 

Todo hubiera sido una historia normal de las que la guerra fratricida y vil dejó en una España partida en dos, pero no, esta historia acabó como el Rosario de la Aurora porque a veces, la vida se hace malignamente casual. 

Doña Enriqueta, tras toda una vida dedicada a las cofradías, procesiones, camareras de la virgen ,vigilias. donativos y trabajos para excluidos de la sociedad en Caritas , la ONG de la iglesia católica, tras años de pertenecer a su comité ejecutivo, al fin estaba a punto de conseguir su mayor deseo por el que siempre había trabajado: ser la presidenta de la organización para desde allí brillar como la luz de un faro. 

Mientras, la fuerza de Jacinto y su desprecio por la vida le fue llevando a los trabajos que todos rechazaban y acabó de guardián de la peor prisión del país donde los mas desalmados delincuentes y los penados a muerte más peligrosos acababan sus días.

Jacinto, bien valorado por su trabajo y 
pese a su oposición llegó a ser nombrado Verdugo y caritativamente, acabó aceptando el terrible trabajo porque nadie quería serlo y él, era el único con la fuerza necesaria para manejar bien el terrible Garrote Vil y conseguir que el enorme tornillo de su respaldo perforara con rapidez las vertebras cervicales y el bulbo raquídeo y produjera una muerte rápida e inmediata en vez de prolongar, como cuando se manejaba mal aquel engendro, la horrorosa agonía del reo que moría  de asfixia con el consiguiente sufrimiento de las autoridades presentes viendo como la terrible ejecución que, causada por la argolla que le rodeaba el cuello, llegaba a durar media hora de espantosas convulsiones y pataleos con el rostro morado. 


Dos malas acciones fruto de la envidia de una y la venganza de otro llevaron casualmente por un lado a Doña Enriqueta y por otro a Jacinto a acabar sus cuitas como el famoso Rosario de la Aurora. 

La de la tía Enriqueta se produjo cuando, con mas méritos que nadie, estaba a punto de ser elegida por el comité ejecutivo presidenta general de Caritas, que como hemos dicho, era la cumbre de todas sus ambiciones, vio su objetivo amenazado por la intromisión de la sobrina del obispo que por nepotismo iba a arrebatarle su merecido triunfo y enloquecida por el rencor, decidió acabar con ella untando durante semanas de matarratas diluido la cruz del rosario de su rival mientras ella comulgaba, aprovechando su costumbre de besarla tras cada misterio. 

Pero el médico que estuvo tratando a la pobre mujer de sus ataques y sufrimientos, reconoció antes de su fallecimiento en la perdida desordenada de su cabello las huellas del envenenamiento y tras la sospecha, una investigación de la policía encontró el frasco de matarratas en el bolso de Enriqueta que sin defensa alguna y con gran escándalo mediático fue condenada a muerte. 

Doña Enriqueta hablar tras con el confesor y a pesar del uniforme de prisionera, entró en la sala de ejecución mas estirada que nunca, caminando despacio, con dignidad y los ojos cerrados y como última voluntad, las manos juntas rezando en silencio el rosario sin reflejar en su cara la mínima emoción, se sentó muy tiesa en el en el Garrote Vil y se dejó atar sin resistencia alguna.  m
ientras tras unas cortinas laterales, Jacinto que jamás sabía quién era el reo , porque nunca quiso, se disponía a ponerse la preceptiva capucha cuando cruzaron ambos sus miradas. A la cara de sorpresa de Jacinto, Doña Enriqueta tirando el rosario al suelo, le correspondió lanzando un grito entrecortado y poniendo la única mueca de miedo y dolor se descompuso como jamas había hecho.


Jacinto recordando todas sus maldades no pudo reprimir su rencor, y dio a Doña Enriqueta la muerte más lenta y agónica que se pudiera imaginar hasta que el doctor se acercó al cadáver morado y con la lengua fuera y decretó su muerte. 

No, a Jacinto no le perdonó Dios..., estoy seguro ningún párroco consintió en absolverlo hasta que murió de viejo porque aunque Jacinto reconocía su maldad, admitió la condena de su alma pero su corazón tranquilo y en paz, jamás le permitió el arrepentimiento. 

fin