jueves, 13 de diciembre de 2018

LAS HUELLAS

A sus cuarenta y cinco, Andrea hacía un año ya que era viuda.

Se dice que, la mujer está mejor preparada para la viudedad que el hombre, pero no a los cuarenta y cinco, era demasiado pronto y cuando le llegó la tragedia como un mazazo inesperado y brutal , Andrea pasaba por la mejor época de su vida y estaba en ese delicado punto de equilibrio entre belleza y madurez mental que le hacía valorar y saborear cada momento de dicha y no tenía mas deseo que aquello durase eternamente. 


Pero sin hijos que la pudieran consolar, la repentina muerte de Andrés cuando más enamorada estaba de él fue tan horrorosa y la llevó tan al límite de la cordura, que incluso le llevó a pensar que lo mejor hubiera sido marcharse tras él.

Ahora, pasado el año de aquel horror, que la tuvo encerrada y medicada en casa llorando por los rincones sin poder dejar de pensar en él, caminaba sola y descalza por la arena fresca de aquella solitaria playa en brumoso un día de otoño.

La Psicóloga le había instado a salir, a abandonar su cueva, su guarida y a enfrentarse con el mundo. Habían trabajado arduamente el duelo y la encontraba ya preparada, pero la Doctora insistía en que primero debía sentirse viva y con normalidad a solas, sin fiestas, ni amigas y sin artificios ni aturdimiento alguno, para así poder comprobar si sus heridas estaban ya realmente cerradas.

Por eso Andrea caminaba ahora solitaria por la orilla de aquella playa haciendo balance de aquella semana 
que se había permitido en la brumosa costa del norte .

La verdad es que estaba satisfecha, aquello había sido positivo... Ya podía ver a las parejas besándose sin que le saltaran las lagrimas. Ya había dejado de hablar con él como si estuviera presente y preguntarle si le gustaba esto o aquello o pedirle opinión sobre el vestido o el peinado. Ya iba logrando captar de nuevo la belleza del mar con sus violáceos y melancólicos cielos y sentir la música del oleaje sobre los guijarros tumbada inmóvil sobre la arena con los ojos cerrados y la mente en blanco, sintiendo la caricia tibia del sol en su piel, y también notó que le volvía a estremecer el aroma nocturno del jazminero del jardín del hotel cuando como un ladronzuelo subía trepando hasta su ventana.

Con estos alentadores pensamientos, Andrea notó más fuerza en sus pies y comenzó a caminar más rápido buscando la sensación de aceleración de su corazón, el casi olvidado olor entrañable de su propio sudor y la benéfica sensación de feliz relajación que produce la fatiga cuando tras la ducha caliente, te dejas caer exhausto y desnudo sobre las sábanas limpias.

Si, después de mucho tiempo Andrea volvía a sonreír, la vida y la fuerza poco a poco volvían a llenar su alma.

Ella no recuerda lo que fue lo que le hizo volver la cabeza, la verdad, tal vez fuera el graznido extemporáneo de una gaviota, tal vez el grito de un niño jugando o tal vez el chapoteo de los remos de una barcaza, pero de pronto, la sonrisa se le heló en el rostro cuando vio la estelita de pequeñas huellas que iba dejando con sus pisadas sobre la arena húmeda a lo largo de la playa, una línea de pasitos regulares, graciosos y elegantes uno delante del otro formando una fina y serpenteante costurita, pero... ! Solo había una línea?. ¿Dónde estaba la otra?. Si..., ¿Dónde estaba esa otra línea de huellas de pasos abiertos y profundos que desmañada y desordenada 
siempre escoltaba a la suya en los largos paseos ?

El nudo volvió a grapar su garganta, se quedó sin aliento y las lagrimas, rodaron silenciosamente por sus mejilla
sin permiso alguno...

No, no habían cicatrizado aun las heridas, es 
más, aún faltaba mucho... 

Con tristeza, volvió abatida al hotel y como un fantasma empaquetó sus cosas.


Por este año, aquello se había acabado... tal vez el próximo, tal vez...