viernes, 4 de octubre de 2019

AZUL TURQUESA


Fue una sorpresa. Nada me indicaba lo que a continuación iba a suceder con Ao mi vecina japonesa que meses antes vino a vivir en el piso de al lado y con la que había iniciado una extraña amistad.

Inesperadamente, aquella tarde  Ao salió desnuda a contraluz de aquel pequeño biombo lacado en negro y pude ver que su silueta delgada, menuda casi de muchacho se recortaba sobre la claridad difusa de los paneles de papel de arroz de la puerta corrediza del fondo y se vino hacia mi tímidamente en silencio caminando muy despacio con pasitos cortos y actitud humilde hasta que la luz de las velas, iluminó cálidamente su figura dotando su pálida piel nipona de un dorado suave. Su sexo era apenas una rayita de vello púbico fino y oscuro de aspecto casi infantil  más que excitación, produjo en mi una tierna aprensión casi pederasta.

Como si fuera lo único que le avergonzara, Ao solo cubría a mi vista sus minúsculos pechos que tapaba cruzando ambas manitas en las que sostenía dos pequeños cuencos de cerámica obscura.

Cuando ella llegó hace seis meses a la ciudad y la encontré en el jardín de acceso al edificio, iba cargada con un troley de viaje casi mas grande que ella que iba arrastrando con dificultad, un par de ordenadores portátiles y un enorme bolso.

Me ofrecí a ayudarla para remontar los quince escalones que aún le quedaban para alcanzar el nivel del ascensor y cuando pulsó el botón del sexto piso, fui consciente que aquella que aquella "chinita" minúscula de edad indefinida, vestida con unos tejanos ajustados y una camiseta gris oscuro y a la que solo dos o tres pequeñas curvitas la distinguían de un muchacho, iba a ser mi vecina en el piso vacío de mi rellano.

Os juro que yo, a pesar de los meses que llevábamos en una relación de seres solitarios en los que todas las tardes a partir de las seis, tomábamos el te juntos en su casa cuando ella volvía de su trabajo como ejecutiva de una gigantesca empresa tecnológica, no había recibido "señal" alguna por su parte o si la había hecho, no la había yo captado y tampoco me constaba que yo por mi parte hubiera emitido muestra o insinuación alguna alguno de deseo hacia ella, porque realmente no lo sentía ya que pasaba yo por entonces por una época de cierta indiferencia misógina y  aunque me sentía agradablemente cómodo con mi asexual amistad con Ao a la que esperaba nervioso cada tarde buscando su compañía como un adicto espera su dosis y quedaba profundamente decepcionado cuando por cualquier razón no podía regresar, no sentía entonces atracción amorosa por ella ni por ninguna otra mujer.

En realidad, las experiencias que en mi pasado había ido teniendo, me  habían convencido de que el matrimonio se había convertido en la sociedad actual en un camino desequilibrado del que la mujer es la mayor beneficiaria mientras que para el hombre, las ventajas que supone, no alcanzan a compensarse con la pérdidas de libertad y recursos y mas aun, si como yo, piensas que ya somos demasiados en el planeta para traer alguno mas aquí y esta creencia, es como un torpedo que hunde cualquier plan de realización vital de una mujer.  

Cuando Ao llegó por fin frente a mí, se arrodilló tímidamente al modo japonés y moviendo coquetamente su lisa y tiesa melenita de azabache, liberó sus pechos su prisión de cerámica  depositando ambos cuencos cuidadosa y elegantemente sobre la mesita baja auxiliar a la vez que esbozaba una enigmática sonrisa de invitación que me permitió observar por primera vez aquellos dientes blancos y unos labios que yo creía inexistentes pintados de un rojo apasionado que hacía parecer mayor su pequeña boca y que contrastaban con el violeta suave de sus grandes y oblicuos parpados que lució cuando a continuación, bajando los ojos en actitud de humilde ofrecimiento, me mostró aquellos pechos blancos del tamaño de una manzana punteados con dos pequeños pezones violáceos y prietos.

Yo, que no pude aguantar nunca el arrodillado oriental, estaba aquella tarde como siempre sentado en un banquetín enano con las piernas cruzadas al modo árabe y me había quedado de piedra, mi cara debía ser un poema al pasmo y un monumento a la cara de idiota con la boca abierta y no sabía qué hacer, ni que decir, ni como reaccionar y cobarde y vergonzosamente, aparté mi mirada de su cuerpecito y para ganar tiempo, la refugié hacia aquellos cuencos cómplices que sobre la mesita debían aun mantener el calor de aquéllos pechos y mostraban en su interior el azul turquesa más simple, bello y misterioso que jamás había visto.

Aquel azul que me fue serenando, debía ser el azul de su nombre Ao que significaba Azul en japonés y debía ser el color exacto del azul con el ella identificaba su alma porque todo lo que la rodeaba, incluso el más mínimo objeto en aquella casa pintada de oscuro, cubierta de esteras y sin apenas muebles, para Ao tenía Zen, es decir, un significado profundo y vital que la conectaba a la realidad a través de las formas más simples y serenas y desde aquél pequeño y cuidado bonsai que debía evocar para ella los bosques de su tierra, hasta los tres grandes guijarros de granito que iluminados cuidadosamente para ofrecer varios tonos y sombras que debían representar en sus pensamientos las abruptas montañas de su aldea de Hokaido , hasta pasar por los sencillos cuadros de haikus, extraños y enigmáticos poemas de grandes letras en blanco y negro incomprensibles para un occidental y que a mi me recordaban a gallinas huyendo espantadas.

Ao se dio cuenta de mi azoramiento, era inteligente y supongo que esperaba una reacción así ya que en ninguna cultura en el mundo un acercamiento sexual sin el menor rasgo de pasión entre dos personas libres se hace de modo tan explicito y sorpresivo y delicadamente, tomó la tetera de hierro fundido y con cierta ceremonia llenó de liquido ardiente y humeante aquellos cuencos turquesa y me ofreció uno entre sus manitas para luego tomar ella el otro.

Así, permanecimos en silencio bebiendo el te con los ojos cerrados mientras yo trataba de encontrar un significado a aquello.

Recordé que Ao me había comentado que había pasado sus diez últimos años de un sitio a otro como coordinadora tecnológica de su compañía, que había vivido en Nueva Zelanda, Alemania y Rusia y que ésta vez  España iba a ser su último destino puesto que había ascendido en el escalafón de su Empresa.

Recordé también nuestras largas conversaciones en inglés macarrónico salpicadas de algunas expresiones españolas que ella iba aprendiendo que, aunque entretenidas y amenas, no eran nada profundas pero en aquel ambiente exótico de claroscuros y luces suaves e indirectas donde nuestras palabras quedaban absorbidas por esteras y tejidos se creaba un contexto de confidencialidad y susurros que serenaba mi espíritu y aliviaba mi alma como si de una confesión se tratara. Yo le preguntaba con curiosidad acerca del Japón y me maravillaba de cuan distintos éramos en gustos, costumbres, tradiciones y de la forma de ver la vida, el amor y la muerte, mientras que ella, no parecía mostrase demasiado interesada en los españoles y sus cosas sino que sus preguntas venían a centrase acerca de mi, de lo que sentía, de como resolvía mis cuitas e incluso en ocasiones, me sometía algunos juegos de mesa japoneses en los que ella estaba interesada en captar como funcionaba mi mente y mi lógica, lo que yo interpreté entonces como una excentricidad mas de aquella extraña y enigmática raza.

Por fin, tras un intervalo de silencio en el que no le dirigí la mirada ni una sola vez, Ao ante mi pasividad e indefensión mas absoluta, desabrochó con sutileza todos los botones de mi camisa, bajó la cremallera del mi pantalón, dejó al descubierto mi pecho y mi adormilado sexo y luego se levantó, acercó primero su pequeña y peluda flor a mi rostro y lentamente, se sentó a horcajadas sobre mi desganado pene.

Lo he pensado mil veces, la verdad, y aún no sé si fue el exquisito aroma a azahar de su monte de Venus o la suave humedad en la que se enzarzaron espontáneamente nuestros sexos mientras su lengua sometía a la mia a una implacable lucha de anguilas, pero tampoco dejo de pensar que el extraño y azulado color del te del cuenco turquesa era inocente en la anormal reacción que tuvo mi cuerpo porque incluso antes de que Ao comenzara a moverse primero circularmente y luego hacia arriba y hacia abajo tomando de mi algo que ella convertía en pequeños y extraños quejiditos , hasta aquel grito final que ni en sueños yo hubiera pensado que podía salir de aquella pequeña garganta y que me hizo llegar casi a la vez que ella al éxtasis , yo sentía ya por ella una ola de un amor infinito y antinatural mas intenso y raro, cuanto mas aceleraba sus movimientos como pude observar como un hipnotizado voyeur o un espectador de mi mismo, en el reflejo de nuestro abrazo en un alargado espejo que, no sé si intencionadamente, había al fondo detrás de ella y cuya imagen ha quedado grabada para siempre en mi retina.

Después, siguiendo con la condición imprevisible e inesperada de aquella tarde, en la que mi voluntad parecía no contar para nada, tras los largos minutos que permanecimos abrazados en silencio tras aquel extravagante orgasmo oyendo como se normalizaban nuestros latidos y respiraciones, Ao se levantó desenganchándose lentamente de mi cuerpo, volvió a arrodillarse frente a mi sobre las esteras se inclinó varias veces hasta llevar su frente hasta el suelo dándome las gracias y luego, desde allí y sin mirarme, me pidió dulcemente que me retirara para que pudiera estar sola.

Nunca mas volví a ver a Ao. Al día siguiente la esperé  inquieto con la impaciencia de saber algo mas que le diera algo de sentido a lo que había sucedido entre nosotros, pero ella, no volvió ese día..., ni el siguiente..., ni al otro..., ni nunca mas...

Al final y para pasar página, llegué a pensar que aquello solo fue su japonés modo de despedirse y de agradecer mi amistad y mis atenciones.

Hubiera preferido quedarme con eso, de verdad..., pero cuando al cabo del tiempo recibí por correo un sobre de Ao Korecuta con un una foto de ella sonriente lo entendí todo, porque ella estaba rodeada de cuatro niños extrañamente interraciales de diversas edades el más pequeño de los cuales,  con la viva imagen de mi cara pero con los ojos achinados reposaba en sus brazos.

A pesar de mi enfado por haber sido utilizado aprendí dos cosas: la primera es que Korecuta significa coleccionista en japonés, la segunda es que no se puede luchar con el destino de ser padre si la madre naturaleza se empeña.

  Fin