viernes, 22 de septiembre de 2017

ALBERTA DE ROCAFRIA

Alberta nació soltera y si ahora me decís que todos nacemos solteros, es que no me habéis entendido, pero si como yo cuando la conocí, que andaría cerca ya de la cuarentena analizáis su biografía, no podríais llegar a otra conclusión de que nació para soltera y no solo por lo que la naturaleza le dotó en su ADN, que fue mucho y singular, sino porque las circunstancias y avatares de su pasada existencia siempre facilitaron su inclinación a la soltería y al celibato cumpliendo el dicho de que quien nace para martillo del cielo le caen los clavos.


Cuando nació, Alberta ya era una niña extraña. Su madre, una acomodada viuda que había aportado al tardío matrimonio con su padre dos hijos extremadamente hermosos pero enfermizos y débiles de carácter además de un enorme patrimonio accionarial y el Señorío de Rocafría, una imponente propiedad campestre con una formidable quinta solariega que había ido creciendo por el sencillo método de agregarle piezas siglo a siglo y en cuya soberbia escalera central la parió sola y sin ayuda cinco minutos después del primer dolor sin tiempo siquiera de llegar a sus habitaciones.

Cuando el chalado de su padre con su despreocupado despiste habitual volvió al anochecer de su cátedra de física teórica de la universidad, la encontró muerta en un charco de sangre que se coagulaba a goterones escalones abajo hasta el recibidor, mientras la comadrona, que había recibido el aviso, lavaba y aseaba la escuálida y angulosa criatura a la que bautizaron Alberta como su madre en honor a la desafortunada finada.

Al hombre se le cayó el mundo encima y no tanto por el dolor de la perdida , creo yo, como por lo que se le avecinaba. Para criar a tres huérfanos y administrar aquel patrimonio que había heredado, debería renunciar a sus investigaciones y bajar de su feliz mundo teórico y sincrónico de átomos, neutrones y campos gravitatorios, hasta el imperfecto nivel del suelo para llevar cuentas, hacer papillas y limpiar culos.

Librarse con urgencia de la pesada losa que le tenía abrumado no fue la única razón por la que en pocas semanas el padre de Alberta se casara con aquella comadrona que acabó criándola. El hombre era despistado y tal vez ingenuo, pero de tonto no tenía un pelo y aunque adoraba la física, también apreciaba el físico y resultó que aquella mujer además de trabajadora y hacendosa, añadía a sus meritos el ser hija del contable y administrador del municipio y ser la dueña de dos poderosas y hermosas tetas que le atrajeron como atraen los polos de un campo magnético.

Alberta, se fue desarrollando en aquella ilustre heredad a la vez que los bellos e inútiles de sus hermanos mayores y a una pareja de hermanos pequeños , chica y chico, que tuvo a bien parir la tetuda comadrona en los pocos ratos que le dejaban hacer algo a la pobre mujer.

Al principio, se atribuyó a lo traumático de su parto el hecho de que fuera una niña tan seria. Alberta nunca lloraba ni se quejaba y tampoco mostraba tristeza o enfado, pero inquietaba un poco al personal que tampoco manifestara alegría alguna.

El hecho cierto es que la niña Alberta jamás sonreía, nunca parecía desear nada y lo aguantaba todo con tanta paciencia estoicismo y obediencia que como decía su padre: Nadie en su familia había hecho tanto honor al apellido Rocafria y es que su seriedad, sentido de la colaboración y de hacer lo correcto la hacían parecer un adulto disfrazado de niño.

Como si aquella niña intuyera de algún modo que el hecho de ser la única que era verdaderamente hermana de sangre de todos, le diera una autoridad moral sobre el grupo, solo fue cuestión de tiempo el que Alberta de Rocafría se convirtiera en la mano derecha y el apoyo de su madrastra en la difícil tarea de poner orden y paliar el caos de sus alocados hermanos.

Alberta no era poco agraciada, pero cuando llegó a la adolescencia su belleza angulada y pálida que ahora recordaría a una modelo de pasarela, no era nada apreciada en una época de redondeces, mejillas sonrosadas, ojos azules y bocas diminutas. Tampoco le ayudaba demasiado al éxito social su rostro inexpresivo que no trasmitía emoción alguna, ni lo poco que le agradaba dejar sus estudios y tareas y arreglarse para mostrarse en público en fiestas y saraos.

Así que, amigos, el que Alberta fuera soltera, no tenía nada que ver con su estado civil real porque Alberta de Rocafría pasó por varios y tampoco tenía relación con el grado de integridad de su himen, cuya única rotura, solo hizo que confirmarle que además de una molestia, el sexo era prescindible y estaba sobrevalorado y cuando digo que Alberta era soltera, me refiero a un estado mental que era independiente de los acontecimientos externos. Alberta de Rocafría era soltera porque no necesitaba nada de nadie, siempre había sido autosuficiente en lo emocional y no precisaba alimentarse del cariño o el amor de quienes la rodeaban sino que como una monja misionera o santa, encontraba en el celibato la energía necesaria para desarrollar lo que ella consideraba su destino, que no era otro que cumplir siempre cualquier tarea con diligencia y eficacia.

Lo insólito del caso es que Alberta se casó. Bueno, se casó de mala gana por imperativo familiar porque era lo que sociedad de aquel momento esperaba de una hija de buena familia cuya esmerada educación siempre había sido encauzada al "matrimonio con patrimonio" que debía ser su mayor meta en la vida y la culminación de su éxito personal y, fuera de este guión, cualquier intento de independencia económica o emocional de una mujer, era considerado entonces como un desvío mental grave sospechoso de neurosis.

Dios, remedió rápida y expeditivamente el descuido que había tenido en el plan vital de aquella muchacha cuando se la casaron mientras él andaba ocupado intentando solucionar cierto problemilla de masacres y gases letales en la llamada primera guerra mundial, que por cierto, le había estallado involuntariamente en otro desafortunado descuido porque con la llegada del siglo XX, la humanidad estaba tan revuelta que él ya no llegaba a todo y en su divina sabiduría ya se estaba planteando coger algún ayudante, si no a jornada completa, por lo menos en horario de mañanas que era cuando más trabajo tenía.

Así que, Alberta de Rocafría, a las pocas semanas de su matrimonio volvió a su hogar en calidad de viuda a cumplir con sus rutinas y seguir con sus extravagantes estudios de Derecho y Ciencias Económicas porque el primer obús que se disparó en el frente Turco de Gallipoli, fue a dar en la cabeza de su pobre marido, un joven y rico heredero cuyas posesiones lindaban con las de su familia y al que poco le faltó para que se fuera virgen al cielo.

Cuando al poco tiempo la tuberculosis hizo mella en el trabajado cuerpo de la madastra-comadrona y el Alzheimer se apoderó de la trabajada mente del físico, todo aquel caos de mansión le cayó a Alberta encima haciendo que en su interior aflorara la sagrada llamada al deber que debe atender todo héroe que se precie.

Había que verla como se transformó en una especie de madre superiora mística trabajando sin descanso con lógica, orden y eficiencia y sin una sola queja, pero sin una sola sonrisa, hasta que todo marchó como un reloj suizo.

Alberta de Rocafría hizo prosperar los negocios y con los réditos de su reverdecido patrimonio, casó bien a sus dos guapos e inútiles hermanos mayores, cuidó con esmero a los ancianos enfermos hasta que los llamó Dios a su seno, consiguió que los mas pequeños estudiaran buenas carreras con brillantes calificaciones, ah..y todo ello, sin dejar su formación en la que alcanzó un brillante doctorado.

Cuando Alberta de Rocafría consiguió por fin quedarse sola , sintió que su deber se había cumplido, cerro la mansión a cal y canto, y como una mariposa emprendió un aventurado vuelo a la búsqueda de tareas y deberes mayores.

Tal vez penséis amigos que la historia de Alberta carece de interés para vosotros o no os afecta, pero os equivocáis, porque quiso el azar que Alberta hallara su nueva misión en política y que tras divorciar de su nombre su aparatoso título nobiliario, su constancia y bienhacer en el partido, llevara en pocos años a la de Rocafría a ser la primera mujer Fiscal General de la Nación cuando por fin ganaron las elecciones.

Con Alberta, la delincuencia jamás sufrió un azote tan terrible del orden y la ley , las calles se hicieron seguras, las cárceles se llenaron de chorizos y corruptos y los negocios prosperaron libres de mafias y coacciones.

- ¿ Y en que nos atañe esto nosotros…? ¿ A qué viene esta historia..?

Pues muy sencillo amigos…!Ya os podéis echar a temblar! Su popularidad se hizo tan grande que ahora esa intimidante mujer, es nuestra flamante ministra de hacienda y tributos…



!! Y esa gran hija de puta nos está matando a impuestos !!.