jueves, 31 de octubre de 2019

PRADOS BORRASCOSOS


Si en primavera al amanecer los vierais en uno de los raros días en los que el cielo permitía a la luz del sol llegar hasta ellos, pensaríais que el verde rabioso e irreal de aquellos prados convertía al lugar en el paisaje mas idílico que pudierais recordar.

Pero no..., no sería fácil que lo pudierais ver porque los Prados Borrascosos, como las gentes los llaman, casi siempre están cubiertos de las nubes grises y negras de aspecto amenazador que llegando ya del Atlántico cansadas se abrazan, como los náufragos a las rocas para no ser arrastrados, a aquellos descarnados montes y allí, en su descanso, se alivian descargando el peso de la lluvia, la ira de los rayos, la molestia de los truenos y la ceguera de las nieblas.

No, No era fácil vivir allí. En aquellas alturas hasta en verano la humedad era la diosa y más aun en aquella región del sur que miraba a África y donde el resto de la tierra, llana y apenas ondulada era soleada, seca y árida y solo permitía cultivar el olivo que, duro y espartano, se extendía hasta el horizonte clavando sus garras por toda la llanura como los granos de la viruela salpican el rostro de un niño.

No, No era fácil para nadie salvo para Mateo, porque para Mateo, la soledad de los Prados borrascosos eran su vida y su casa y al igual que para las enormes vacas y los salvajes toros de lidia que constituían toda su compañía y que aquel hombre criaba en los mas tiernos y abundantes pastos, aquellas condiciones que se habían convertido en un paraíso y no sabrían ya , ni él ni ellos, vivir en otro lugar.

A Mateo, al que por pereza todos llamaban Teo desde niño, nunca se le preguntó, nunca tuvo otra elección y tras una mediocre escolarización en la parroquia del pueblo al pie de las enormes montañas donde además tuvo que ejercer de monaguillo para el cura y maestro del pueblo Don Damián, Teo fue enviado a los Prados Borrascosos con rudimentos de lectura y las cuatro reglas de los números en su cabecita. No, no fue crueldad, simplemente fue ley de vida, si por su padre hubiera sido, hubiera retrasado aquella decisión por lo menos hasta que se afeitara la barba. Pero con doce años, que allí ya era una edad para ayudar en el campo sobre todo si se era fuerte de complexión como Teo.

Además, como único varón entre sus hermanas, Teo sabía que como sus antepasados, estaba destinado a vivir con el ganado bajo las borrascas en aquellas condiciones imposibles para una mujer, al igual que su padre había hecho hasta que su enfermedad lo imposibilitó y el chaval, llegado el momento, no puso objeción alguna e incluso sintió halagadoramente que aquella responsabilidad le hacía sentir ya un hombre.

Ahora, en el momento de los hechos que os voy a contar, Teo tendría ya treinta y dos años y durante los veinte anteriores había vivido solo en la solitaria cabaña rodeada de cobertizos para el ganado ya convertida con su esfuerzo en un negro caserón bien calafateado con alquitrán y calentado a falta de electricidad por una fiera estufa.

Teo cada vez con menos ganas, todos los sábados al mediodía bajaba al pueblo para ver a su familia, realizar tratos y negocios, andar de copas con los amigos, ir resacoso a misa el domingo y comer algo que no fuera leche y carne seca, para subir de nuevo a los prados el domingo, ya de noche, guiado con una linterna cargado con una botella de aguardiente para calentar el gaznate de cuando en cuando, un cartón de tabaco de liar y unos cuantos novelotes de la biblioteca municipal que junto a las revistas y periódicos atrasados y un pequeño transistor a pilas, iban forjando toda su cultura y su visión del mundo a la vez que fraguaron en él una pasión casi religiosa por el Barcelona club de Futbol cuya derrota era lo único que podía alterar los lunes su flemático humor.

Su ganado, gordo y lustroso podía, con suficiente heno, encerrado bajo los cobertizos y rodeado por las cercas, podía mantenerse un par de días en aquel lugar sin sus cuidados protegido además por el accidentado acceso por trochas y sendas que hacía casi imposible el latrocinio y dos fieros mastines casi asalvajados podían ahuyentar a cualquier individuo o animal que merodeara por allí con aviesas intenciones

Era un lunes de diciembre cuando precisamente, Teo cabreado por la humillante derrota con el que su equipo había perdido en casa precisamente con el Madrid al que Teo profesaba un autentico "Odio africano", le tocó buscar Esperanza, una vaca rubia rebelde y autónoma que era ya la cuarta vez que escapaba de la cerca durante su ausencia semanal y aunque solía volver sola en un par de días, ésta vez, la tormenta eléctrica amenazaba con achicharrarla con un rayo.

Casi anochecido y cuando el mastín ladró repetidamente cerca del abrigo rocoso al píe de los peñascos que a veces utilizaban como refugio y aprisco, Teo supo que Esperanza estaba cerca y efectivamente, la encontró pastando allí con cara de no haber roto un plato.

Ya le había lazado los cuernos para tirar de ella, cuando oyó un gemido humano procedente del fondo de la oquedad y con la ayuda de la linterna se acercó prudentemente hasta que el halo de luz dio con el bulto claro acurrucado y tembloroso de una mujer que, lloriqueando, se protegía la cabeza con sus brazos como si tuviera miedo.

Cuando la mujer vio que Teo no la atacaba se relajó lo suficiente para hablar, Teo no entendió nada de lo que decía y supuso que era una senderista extranjera porque, aunque hablaba una lengua gutural, se señalaba con cara de dolor el tobillo izquierdo.

La mujer tendría unos cuarenta años era muy pálida y bastante delgada pero su rostro anguloso y sus ojos verdes amarillentos la hicieron tan bella a los ojos de Teo que no estaba acostumbrado a las mujeres, que podría explicar incluso sucia desgreñada y dolorida porque a Teo le pareciera la viva imagen de una virgen aparecida.

La magia duró hasta que Teo para valorar la situación, tocó el tobillo que estaba quebrado y el dolor fue tan intenso que la mujer perdió el sentido y Teo tuvo que llevarla desmayada a lomos de la vaca hasta el caserón donde aprovechando la anestesia de la inconsciencia, le recolocó diestramente los huesos y le vendó convenientemente el tobillo antes de reanimarla a base de aguardiente.

Solo Teo sabe la vergüenza que pasó para desnudarla, lavarla con agua tibia, vestirla con alguna de sus propias prendas y meterla bajo las mantas de su única cama sobre la que, vestido, tuvo que dormir a su lado porque el suelo de tierra, estaba helado.

Cuando Teo le devolvió limpia y lavada su ropa y vio que el suéter, los pantalones e incluso su ropa interior eran blancos como la nieve, a su mente, aunque con estas modernas prendas, volvió la imagen del pastorcillo que encuentra la imagen de una virgen en una cueva.

Este relato es muy corto para describir como a pesar de no entender una palabra el uno del otro surgió entre ellos un amor tan intenso y tierno. Tal vez eran dos almas solitarias y hambrientas, tal vez fueron los amorosos cuidados de aquel hombre acostumbrado a cuidar, tal vez la miradas de agradecimiento y la maravillosa sonrisa de aquella mujer hacia su salvador o tal vez, el cálido aroma a compañía que ella buscaba desnuda por las noches pegándose a su espalda, en fin ...quien sabe...el amor siempre es un milagro sin porqués.

Teo no pudo saber nunca de donde venía ni a dónde se iría después, nunca se hicieron promesas ni ilusiones y dejaron tácitamente su futuro al albur del tobillo y del tiempo o quizás simplemente se abandonaron al capricho de los sentimientos respetando sus rarezas como lo poco que ella comía y la manía de dar paseos sola al anochecer de los que volvía agotada cuando él, reventado por el duro trabajo, ya estaba dormido.

Pero tras meses de felicidad en los que Teo apenas bajaba al pueblo para no dejarla sola, le daba igual como quedara su equipo de futbol e incluso se olvidó de beber aguardiente y fumar, algo comenzó a ir mal...no, no fue cuestión de sentimientos ni de rarezas, pero Teo andaba cada vez mas triste y preocupado porque extrañamente las vacas e incluso los mastines no habían ganado peso durante el verano a pesar de que la yerba fue extraordinaria y llegaron al otoño tan flacos que marcaban las costillas y las ancas a pesar de las vitaminas que les había dado el veterinario que no encontró en ellos enfermedad alguna .

Por fin y con las primeras nieves los animales fueron muriendo. Primero fueron los perros, luego poco a poco las vacas de las que con lágrimas en los ojos Teo iba enterrando una o dos cada día, por último los toros de lidia más fuertes y salvajes de los cuales al final solo quedaba en pie el Semental.

Ante aquel desastre Teo, deprimido y triste, pensó que ella se marcharía y lo abandonaría y una noche, desesperado, se fue a buscarla en su paseo nocturno para rogarle que no le dejara.

Teo tras buscarla por todos los prados al fin dio con ella, que no lo llegó a ver a él, porque Teo aterrorizado y sin decir nada cuando de lejos la vio junto al Semental con la boca cerca de su cuello llena de sangre, se volvió a casa solo y en silencio.

Con horror, se dio cuenta de que con ella había pensado en la virgen y el pastorcillo cuando mas pegado a la tierra tenía que haber pensado en la antigua y ancestral leyenda del pueblo, que para él siempre había sido una paparrucha casi olvidada, de una misteriosa mujer de blanco que algunos había visto fugazmente en tiempos de hambruna.

Si, con la decisión tomada la esperó entre espasmos de llanto y aunque por su mente no asomó la palabra vampiro en ningún momento, había acercado la maza a la cama y sentado en ella estaba afilando una la estaca de ciprés para clavársela en el corazón.

Pero cuando ella llegó y se acercó a besarlo, Teo dejó caer la estaca al suelo y con los ojos llenos de lágrimas simplemente le ofreció su cuello lleno de amor y ternura...

Ya se amarían eternamente en el infierno donde entre llamas y vapores de azufre , cuando bajara ella mas pronto que tarde, encontraría a Teo esperándola.

Fin