viernes, 13 de marzo de 2020

EL VERANO DE LOS LIRIOS

Lo de Ángel y Rocío, no fue la eterna batalla emocional de cada verano en el pueblo entre chicas y militares que comenzaba con las fiestas de San Juan y se desarrollaba hasta octubre.

Lo de Rocío y Ángel, tampoco era viejo el juego en el que las muchachas con sus cuerpos y sus risas y su salero trataban de encelar a los calientes soldados que buscaban descaradamente sexo sin compromiso en un juego tácito de "nadar pero guardar la ropa" en el que cada cual, sabía a lo que jugaba.



Lo de Ángel y Rocío o lo de Rocío y Ángel si preferís, no fueron esos encuentros llenos de permisividades hasta frenazos al límite, calentones insatisfechos, apasionados pero interrumpidos besos de lenguas golosas y excitantes toqueteos y magreos sin riesgo de consecuencias -"Te dejo que me cates para ver de qué estoy hecha pero si quieres mi virgo en flor, tendrás que llevarme para siempre de vuelta a tu tierra y mi cuerpo entero..."-.

A Rocío, con diez y seis, nadie le había explicado nunca nada de todos estos pícaros juegos. Su madre, viuda pobre y solitaria, aun no había podido reunir el suficiente ánimo para explicarle nada sobre la vida porque, en su deseo de no perderla, la veía todavía una niña.

Rocío conocía la llegada veraniega de los soldados como cada verano como las cigüeñas pasan raudas en invierno, pero a diferencia de sus amigas mas mayores, no sentía aún el anhelo de un amor ni una esperanza ni una oportunidad de un futuro

¿Soldados?, bueno si…, eran soldados; pero no los del reemplazo del servicio militar obligatorio llamados a filas con sus caras aun aniñadas apenas tras los primeros afeitados. 


Éstos muchachos que mas mayores y cuajados acudían de permiso a aquel pueblo, eran educados y de buena familia estudiantes universitarios que cumplían patrióticamente con la nación, pero fraccionando su deber durante dos o tres veranos para no interrumpir sus estudios universitarios.

Precisamente fue ése miércoles, el primer día de permiso de la nueva promoción en la cercana base militar, cuyo autobús verde caqui camuflado sin pretenderlo por el polvo y las salpicaduras de barro del camino, los desembarcó 
a la salida del pueblo a la hora del Ángelus, después de la revisión reglamentaria, con sus uniformes de paseo y sus botas brillantes como espejos  tan arregladitos y perfumaditos como ángeles recién rasurados. 
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Las gentes de aquél pueblo blanco que como si desde lo alto del peñasco se desparramara un jarro de leche que al caer trazaba sus tortuosas y encaladas calles de estilo morisco hasta la engalanada plaza, estaban encantadas de recibirlos todos los años en fiestas y aunque sabían que con la música y los primeros tragos de aguardiente soltarían su alegría, su bullicio, sus bromas y sus galanteos como el resto de muchachos de su edad, y salvo alguno que siempre tiene mal beber, no se enzarzarían en peleas ni destrozos y dejarían buenos cuartos en los bares y comercios y a pesar de la ojeriza y hostilidad que con hoscas miradas, les mostraban los muchachos locales, mas sencillos e iletrados, que conscientes de su inferioridad, veían a aquellos militares "de mentiras", como les gustaba llamarlos,como unos engreídos que con frecuencia se llevaban en el macuto de vuelta a sus ciudades a las  mas bellas muchachas de la localidad, que astutamente veían en ellos la oportunidad de su vida para abandonar su predestinado y aburrido destino rural.

Cuando la mirada de Ángel al entrar en la desconocida plaza vagó curiosa observando como los muchachos del pueblo se afanaban en terminar de cerrar las calles con las gradas de maderos para el encierro de toros y vaquillas y montar los "Cadafales" cuyos de barrotes de jaula resguardarían a uno cuando tras citar al toro valientemente el mas osado de los mozos lugareños evitaba la cornada en el último momento entre vítores, olés y aullidos de susto de la concurrencia, cuando venía perseguido y jadeante para refugiarse entre los barrotes esquivando a la negra y brava fiera a la que, llegada la noche y para cabrearla más, antorcharían los cuernos con bolas de fuego.

Pero cuando la mirada de ojos grises de aquel soldado rubio se encontró de pronto con el color miel de los ojos de Rocío que estaba como el resto de las expectantes e ilusionadas muchachas del pueblo sentadas a la sombra del olmo de la plaza para ver la llegada de los apuestos militares mientras reían y bromeaban, apenas pudo renunciar a mirar aquellas dos preciosas luces para fijarse en sus tiernos labios color cereza madura, en los reflejos del castaño claro de su melena y el rosado de albaricoque de sus mejillas sobre la blanca y casi infantil piel de su rostro.

Ángel, ni queriendo, pudo evitar andar todo el día buscando por el pueblo aquellos dos fascinantes brillos en cualquier momento y lugar, pero Rocío sin saber por que lo hacía tampoco pudo evitar apartar la mirada de aquellos ojos que la seguían a todas partes y una sonrisa mutua inició el coqueteo que desde el primer momento, se convirtió en verdadero flechazo de amor

Durante aquel verano, una historia de autentica y espontánea unión amorosa fue brotando entre ellos suave y lenta, natural y tierna, sin condición alguna y con sabor a eternidad .

La verdad es, que aunque la historia de Ángel y Rocío al final fue igual que las demás…, no fue lo mismo.

Las manos de ambos se habían tocado cuando su cariño se lo pidió, sus cabezas se habían unido tiernamente cuando sentados en el parque, ella la recostó en su pecho y el la amparó con delicadeza pero haciéndole sentir la confortable protección que nunca había experimentado aquella niña sin padre, y cuando los besos fueron naciendo solos como los brotes de trigo verde tras la lluvia y sus desnudeces, se fueron descubriendo mutuamente sin extrañezas y sin límites ni reparos, como si ambos fueran parte un mismo cuerpo.

Ángel, con todo su amor, se había cuidado mucho de no abusar de su inocencia de rocío y cuando la tomó una tarde de septiembre en la que ampararon su intimidad en el aislado vallecito del arroyo, Ángel con la certeza de que jamás se apartaría de Rocío, la hizo suya sobre la yerba con toda la delicadeza del mundo a la vera del rumor del arroyo a cuya música, danzaron abrazados y desnudos entre las matas de los juncos y los lirios que escondieron su secreto.

Rocío ni se preguntó ni pensó, solo se abandonó invadida de confianza con la intensa y creciente felicidad de tenerlo muy dentro junto a su alma. Con la anestesia del deseo sangró sin dolor, sintió cómo entre almizclados sudores sus cuerpos se fundían jadeando y sus labios se separaban para poder alentar y luego, sintió una inesperada explosión de dicha interna de la que no estuvo segura si era la vida o la muerte que le hizo abrir los ojos. Fue entonces cuando por primera vez en su vida y a pesar de que había pasado su infancia jugando en aquel valle, Rocío percibió la inmensa y sobrecogedora belleza de aquellos violáceos lirios cuyos morados, iluminados por el sol poniente, la rodeaban mientras, sin notar apenas el peso de del cuerpo de Ángel, se sumía en la más maravillosa dulzura.

Al final y tristemente, éste sublime amor quedó para los demás en una vulgar historia rural de seducción y abandono ejemplarizante para las más muchachas más jóvenes porque, tras fundir sus cuerpos, Roció jamás volvió a ver a Ángel. Lo esperó cada noche en el valle de los lirios y regó mil veces de lagrimas el camino del pueblo al escondido valle hasta que se enteró de que aquella tropa había sido ya licenciada.

Nadie aparecería por el sendero a la luz de la luna que venía del cuartel.

La triste muchacha asumió con entereza en el pueblo el papel de ser una adolescente ignorante y engañada con aroma a puta, sobre todo, cuando la semilla que Ángel le dejó la convirtió también en madre soltera.

Rocío jamás pudo amar a otro, jamás le guardo rencor y siempre disculpó en su interior de algún modo su ausencia e incluso cuando no pudiendo olvidarlo, decidió vivir con su recuerdo presente buscando en su hija Lirio que era clavada a su padre todo lo en ella podía sentir de él.

Cuando la ley de la vida apartó a Lirio de su lado, Rocío con su belleza perdida y el cuerpo redondeado y flácido por la edad, se consolaba recordando una y otra vez la felicidad del valle de los lirios donde, como al cementerio por Todos los Santos, acudía cada día de septiembre al atardecer.

-¿Rocío… ?

La mujer se volvió sobresaltada pensando que estaba sola aquel atardecer en el valle.

-¿ Si…?, ¿ Quién es Vd. …? ¿Qué busca…? contestó algo alarmada.

De entre los juncos salió un hombre maduro, calvo y manco del brazo derecho con una cicatriz de quemadura en la parte derecha de la cara que parecía cuero repujado.

-¿Ángel…? ¿ Eres tú…? dijo reconociendo aquella voz apenas cambiada que tenía grabada en su memoria a fuerza de recordarla cada día.

- Si Rocío, soy Ángel…, no te asustes…, solo he venido para decirte jamás he podido querer a nadie mas…y que aun te quiero como aquél último día, pero siempre fui torpe con los explosivos y aquel fatídico dia aquello me estalló entre las manos, me dejó sin brazo y con el rostro de un monstruo desgraciando así mi carrera y mi futuro y yo..., yo te quería tanto, que no quise hundirte la vida uniéndote a un discapacitado sin mañana ni esperanza y me marché con el corazón roto y sin mirar atrás.

-!Te hubiera querido hasta muerto Ángel !, y… ¿Por qué ahora Ángel… ?, ¿Por qué has vuelto..?

-Fue esa hija, esa 
hija nuestra  con nombre de flor, de la que ni siquiera sabía..., si, fue Lirio la que me buscó, me encontró y me habló de ti…

¿ Sabéis….? Cuando entre los lirios como dos espíritus maduros ésta vez llegaron al éxtasis, Rocío no ya miró los Lirios morados, no…, Rocío con los ojos cerrados besaba con devoción aquella cicatriz de cuero mientras le acariciaba con ternura su muñón…del que jamás se separaría ....

Fin