Fue una sorpresa. Nada me indicaba lo que a
continuación iba a suceder con Ao mi vecina japonesa que meses antes vino a
vivir en el piso de al lado y con la que había iniciado una extraña amistad.
Inesperadamente, aquella tarde Ao salió desnuda a contraluz de aquel pequeño
biombo lacado en negro y pude ver que su silueta delgada, menuda casi de
muchacho se recortaba sobre la claridad difusa de los paneles de papel de arroz
de la puerta corrediza del fondo y se vino hacia mi tímidamente en silencio
caminando muy despacio con pasitos cortos y actitud humilde hasta que la luz de
las velas, iluminó cálidamente su figura dotando su pálida piel nipona de un
dorado suave. Su sexo era apenas una rayita de vello púbico fino y oscuro de aspecto
casi infantil más que excitación, produjo en mi una tierna aprensión casi
pederasta.
Como si fuera lo único que le avergonzara, Ao solo
cubría a mi vista sus minúsculos pechos que tapaba cruzando ambas manitas en
las que sostenía dos pequeños cuencos de cerámica obscura.
Cuando ella llegó hace seis meses a la ciudad y la
encontré en el jardín de acceso al edificio, iba cargada con un troley de viaje
casi mas grande que ella que iba arrastrando con dificultad, un par de ordenadores portátiles y un enorme
bolso.
Me ofrecí a ayudarla para remontar los quince
escalones que aún le quedaban para alcanzar el nivel del ascensor y cuando
pulsó el botón del sexto piso, fui consciente que aquella que aquella
"chinita" minúscula de edad indefinida, vestida con unos tejanos
ajustados y una camiseta gris oscuro y a la que solo dos o tres pequeñas
curvitas la distinguían de un muchacho, iba a ser mi vecina en el piso vacío de
mi rellano.
Os juro que yo, a pesar de los meses que llevábamos
en una relación de seres solitarios en los que todas las tardes a partir de las
seis, tomábamos el te juntos en su casa cuando ella volvía de su trabajo como
ejecutiva de una gigantesca empresa tecnológica, no había recibido "señal"
alguna por su parte o si la había hecho, no la había yo captado y tampoco me
constaba que yo por mi parte hubiera emitido muestra o insinuación alguna
alguno de deseo hacia ella, porque realmente no lo sentía ya que pasaba yo por
entonces por una época de cierta indiferencia misógina y aunque me sentía agradablemente cómodo con mi
asexual amistad con Ao a la que esperaba nervioso cada tarde buscando su
compañía como un adicto espera su dosis y quedaba profundamente decepcionado
cuando por cualquier razón no podía regresar, no sentía entonces atracción amorosa por
ella ni por ninguna otra mujer.
En realidad, las experiencias que en mi pasado había ido
teniendo, me habían convencido de que el
matrimonio se había convertido en la sociedad actual en un camino
desequilibrado del que la mujer es la mayor beneficiaria mientras que para el
hombre, las ventajas que supone, no alcanzan a compensarse con la pérdidas de
libertad y recursos y mas aun, si como yo, piensas que ya somos demasiados en
el planeta para traer alguno mas aquí y esta creencia, es como un torpedo que hunde cualquier
plan de realización vital de una mujer.
Cuando Ao llegó por fin frente a mí, se arrodilló
tímidamente al modo japonés y moviendo coquetamente su lisa y tiesa melenita de
azabache, liberó sus pechos su prisión de cerámica depositando ambos cuencos cuidadosa y
elegantemente sobre la mesita baja auxiliar a la vez que esbozaba una
enigmática sonrisa de invitación que me permitió observar por primera vez
aquellos dientes blancos y unos labios que yo creía inexistentes pintados de un
rojo apasionado que hacía parecer mayor su pequeña boca y que contrastaban con
el violeta suave de sus grandes y oblicuos parpados que lució cuando a
continuación, bajando los ojos en actitud de humilde ofrecimiento, me mostró
aquellos pechos blancos del tamaño de una manzana punteados con dos pequeños
pezones violáceos y prietos.
Yo, que no pude aguantar nunca el arrodillado
oriental, estaba aquella tarde como siempre sentado en un banquetín enano con
las piernas cruzadas al modo árabe y me había quedado de piedra, mi cara debía
ser un poema al pasmo y un monumento a la cara de idiota con la boca abierta y
no sabía qué hacer, ni que decir, ni como reaccionar y cobarde y
vergonzosamente, aparté mi mirada de su cuerpecito y para ganar tiempo, la
refugié hacia aquellos cuencos cómplices que sobre la mesita debían aun
mantener el calor de aquéllos pechos y mostraban en su interior el azul
turquesa más simple, bello y misterioso que jamás había visto.
Aquel azul que me fue serenando, debía ser el azul
de su nombre Ao que significaba Azul en japonés y debía ser el color exacto del
azul con el ella identificaba su alma porque todo lo que la rodeaba, incluso el
más mínimo objeto en aquella casa pintada de oscuro, cubierta de esteras y sin
apenas muebles, para Ao tenía Zen, es decir, un significado profundo y vital
que la conectaba a la realidad a través de las formas más simples y serenas y
desde aquél pequeño y cuidado bonsai que debía evocar para ella los bosques de
su tierra, hasta los tres grandes guijarros de granito que iluminados
cuidadosamente para ofrecer varios tonos y sombras que debían representar en
sus pensamientos las abruptas montañas de su aldea de Hokaido , hasta pasar por los
sencillos cuadros de haikus, extraños y enigmáticos poemas de grandes letras en
blanco y negro incomprensibles para un occidental y que a mi me recordaban a
gallinas huyendo espantadas.
Ao se dio cuenta de mi azoramiento, era inteligente
y supongo que esperaba una reacción así ya que en ninguna cultura en el mundo
un acercamiento sexual sin el menor rasgo de pasión entre dos personas libres
se hace de modo tan explicito y sorpresivo y delicadamente, tomó la tetera de
hierro fundido y con cierta ceremonia llenó de liquido ardiente y humeante
aquellos cuencos turquesa y me ofreció uno entre sus manitas para luego tomar
ella el otro.
Así, permanecimos en silencio bebiendo el te con los
ojos cerrados mientras yo trataba de encontrar un significado a aquello.
Recordé que Ao me había comentado que había pasado
sus diez últimos años de un sitio a otro como coordinadora tecnológica de su compañía,
que había vivido en Nueva Zelanda, Alemania y Rusia y que ésta vez España iba a ser su último destino puesto que
había ascendido en el escalafón de su Empresa.
Recordé también nuestras largas conversaciones en
inglés macarrónico salpicadas de algunas expresiones españolas que ella iba
aprendiendo que, aunque entretenidas y amenas, no eran nada profundas pero en
aquel ambiente exótico de claroscuros y luces suaves e indirectas donde
nuestras palabras quedaban absorbidas por esteras y tejidos se creaba un
contexto de confidencialidad y susurros que serenaba mi espíritu y aliviaba mi
alma como si de una confesión se tratara. Yo le preguntaba con curiosidad acerca
del Japón y me maravillaba de cuan distintos éramos en gustos, costumbres, tradiciones
y de la forma de ver la vida, el amor y la muerte, mientras que ella, no parecía
mostrase demasiado interesada en los españoles y sus cosas sino que sus
preguntas venían a centrase acerca de mi, de lo que sentía, de como resolvía
mis cuitas e incluso en ocasiones, me sometía algunos juegos de mesa japoneses
en los que ella estaba interesada en captar como funcionaba mi mente y mi
lógica, lo que yo interpreté entonces como una excentricidad mas de aquella
extraña y enigmática raza.
Por fin, tras un intervalo de silencio en el que no
le dirigí la mirada ni una sola vez, Ao ante mi pasividad e indefensión mas
absoluta, desabrochó con sutileza todos los botones de mi camisa, bajó la
cremallera del mi pantalón, dejó al descubierto mi pecho y mi adormilado sexo y
luego se levantó, acercó primero su pequeña y peluda flor a mi rostro y
lentamente, se sentó a horcajadas sobre mi desganado pene.
Lo he pensado mil veces, la verdad, y aún no sé si
fue el exquisito aroma a azahar de su monte de Venus o la suave humedad en la
que se enzarzaron espontáneamente nuestros sexos mientras su lengua sometía a
la mia a una implacable lucha de anguilas, pero tampoco dejo de pensar que el
extraño y azulado color del te del cuenco turquesa era inocente en la anormal
reacción que tuvo mi cuerpo porque incluso antes de que Ao comenzara a moverse
primero circularmente y luego hacia arriba y hacia abajo tomando de mi algo que
ella convertía en pequeños y extraños quejiditos , hasta aquel grito final que
ni en sueños yo hubiera pensado que podía salir de aquella pequeña garganta y
que me hizo llegar casi a la vez que ella al éxtasis , yo sentía ya por ella una
ola de un amor infinito y antinatural mas intenso y raro, cuanto mas aceleraba
sus movimientos como pude observar
como un hipnotizado voyeur o un espectador de mi mismo, en el reflejo de
nuestro abrazo en un alargado espejo que, no sé si intencionadamente, había al
fondo detrás de ella y cuya imagen ha quedado grabada para siempre en mi
retina.
Después, siguiendo con la condición imprevisible e
inesperada de aquella tarde, en la que mi voluntad parecía no contar para nada,
tras los largos minutos que permanecimos abrazados en silencio tras aquel
extravagante orgasmo oyendo como se normalizaban nuestros latidos y respiraciones,
Ao se levantó desenganchándose lentamente de mi cuerpo, volvió a arrodillarse
frente a mi sobre las esteras se inclinó varias veces hasta llevar su frente hasta
el suelo dándome las gracias y luego, desde allí y sin mirarme, me pidió
dulcemente que me retirara para que pudiera estar sola.
Nunca mas volví a ver a Ao. Al día siguiente la
esperé inquieto con la impaciencia de
saber algo mas que le diera algo de sentido a lo que había sucedido entre
nosotros, pero ella, no volvió ese día..., ni el siguiente..., ni al otro...,
ni nunca mas...
Al final y para pasar página, llegué a pensar que
aquello solo fue su japonés modo de despedirse y de agradecer mi amistad y mis
atenciones.
Hubiera preferido quedarme con eso, de verdad...,
pero cuando al cabo del tiempo recibí por correo un sobre de Ao Korecuta con un
una foto de ella sonriente lo entendí todo, porque ella estaba rodeada de
cuatro niños extrañamente interraciales de diversas edades el más pequeño de
los cuales, con la viva imagen de mi cara pero con los
ojos achinados reposaba en sus brazos.
A pesar de mi enfado por haber sido utilizado
aprendí dos cosas: la primera es que Korecuta significa coleccionista en
japonés, la segunda es que no se puede luchar con el destino de ser padre si la
madre naturaleza se empeña.
Fin
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