viernes, 6 de abril de 2018

INSÓLITO PERIPLO


El andén de la pequeña estación estaba desierto a esas horas. 

El silencio era tal que aún podía percibir el eco de mis pasos antes de detenerme y quedarme allí de pie completamente solo con mi cartera vieja de cuero bajo el brazo.


Pronto amanecería, pero la oscuridad aún no dejaba distinguir la boca del negro túnel que atravesaba la brumosa y helada sierra por el que yo esperaba de un momento a otro ver salir el débil haz de luz de aquella destartalada y negra locomotora que con sus bufidos de vapor y su desagradable  pitido, se detendría para recogerme.

Sorprendentemente, apenas notaba las gélidas ráfagas de aire que venían de las montañas, a pesar de que las solapas levantadas de mi arrugada gabardina de loneta gris, apenas llegaban a las alas de mi sombrero de fieltro.

Para poder consultar mi anticuado reloj,
tuve que acercarme a la puerta cerrada de la estación sobre la que una solitaria bombilla se bamboleaba con el ventarrón helado. Con la tímida luz, mi huesuda nariz y mis gafas metálicas se reflejaron en los cuarterones de cristal de la puerta a pesar de su suciedad. Observé mi rostro en aquél improvisado espejo. La palidez cérea de mi cara y sus cárdenas ojeras me intranquilizaron levemente, pero deseché rápidamente mi inquietud al recordar lo asombrosamente ligero y ágil que me había sentido cuando, sin apenas esfuerzo, venía caminado minutos antes por la cuesta de de los cipreses sin ni siquiera percibir el desastroso estado de su empedrado de granito.

Cuando me di la vuelta, ya estaba subido a la plataforma posterior del antiguo vagón esperando que aquel revisor de cara tan bondadosa y gestos tan amables, me diera mi billete y me acomodara como estaba haciendo con una atractiva dama.

Entretanto, me tranquilizó un poco recordar que como me había sucedido en anteriores ocasiones, absorto en mis cosas, ni siquiera había oído llegar el tren y había subido maquinalmente a aquel iluminado vagón.

El revisor, después de mirar ausente hacia el fondo del vagón donde yo estaba de pie esperándolo, desapareció por la puerta opuesta rumbo a otro vagón como si no me hubiera visto.

Para no ofenderlo, me resistí a no acomodarme solo y esperé pacientemente su regreso. Estoy seguro que alguna importante tarea debía estar demorando su retorno contra su voluntad, porque me parecía impensable que aquel revisor tan agradable y de cara tan bondadosa hubiera olvidado mi presencia, pero pensé que dado el tiempo más que razonable trascurrido, no se sentiría molesto si al volver me veía dispuesto aseadamente en el hueco que dejaban en el asiento corrido de madera de roble pulida una mujer rubia de mediana edad y un hombre obeso de barba canosa con aspecto de comerciante.

Absortos en sus lecturas, los dos pasajeros del banco apenas levantaron la vista de sus lecturas ni fueron conscientes de mi saludo cuando me aposenté entre ambos, pero sus caras eran tan bondadosas y sus gestos tan amables que no quise molestarlos dirigiéndome a ellos repitiendo mi saludo y preferí concentrarme en cómo resolver el pequeño problema que se me iba a plantear para adquirir el billete y que podría confundir al amable revisor cuando le dijera, que no sabía aún en qué estación iba a bajar y que , como en otras ocasiones similares se me había mostrado efectivo, iba a dejar a mi intuición escoger el momento y el lugar donde apearme.

Cuando mas tarde el tren fue ganando la llanura, el mar azul apareció en el horizonte y la luz de la mañana llenó de sombras y dorados los rincones del vagón. El perfume del azar de los naranjos en flor me produjo una sensación familiar, que pese a esforzarme, no pude aflorar en mi memoria y en esas estaba, cuando la mujer de mediana edad se dispuso a desayunar y sacando de su bolso unos emparedados y volviéndose de repente hacia nosotros dos, inició un gesto grato de compartirlos sumiéndome con ello en el apuro de cómo rechazar aquello de una mujer tan bondadosa y de gestos tan amables dando que yo hacía tiempo que había perdido la costumbre de comer.

Afortunadamente, la rapidez del comerciante hambriento en aceptar las viandas, me dispensó de dar explicación alguna y me permitió suspirar de alivio.

Tres paradas más adelante, fue cuando mi intuición a la que obedezco ciegamente, me aconsejó sin darme explicación alguna que debía bajar.

La verdad es que no tuve tiempo de buscar al revisor de cara tan bondadosa y gestos tan amables y temiendo que la locomotora volviera a arrancar, tuve que apearme apresuradamente de aquel vagón, mientras sentía mi ánimo algo abatido por la desconocida sensación de haber cometido un delito por primera vez en mi vida, viajando de polizón, aunque ello fuera contra mis deseos.

Cuando al bajar del tren vi desde el andén aquella plaza ajardinada y espléndida de vegetación en cuyo fondo, tras los Magnolios del edificio consistorial, se adivinaba un insólito campanario gótico encalado hasta su cima, de nuevo sentí un "dejá vu" que aunque tampoco llegó a aflorar en mi memoria, me dejó una sensación de familiaridad que acabé desechando con la suposición de que de niño debí estar en aquel lugar 
lo que mas tarde, me hizo quitarle importancia, al hecho de que en todos los rostros que me cruzaba, pudiera atisbar gestos y miradas que se me antojaban conocidas.

Era curioso que en aquella población tan grande, no pudiera ver ningún taxi ni vehículo motorizado que me sugiriera la existencia de trasporte público alguno, por lo que al fin me decidí a subir a una solitaria y esbelta calesa de guardabarros acharolados y brillantes faroles tirada por dos caballos tordos y delgados de mirada triste.

Me acomodé en el carruaje de cara a la marcha en el confortable asiento de piel blanca con cierta ansiedad de que el calesero volviera su rostro y me preguntara desde el pescante por el lugar a donde quería dirigirme, porque se me antojaba difícil explicarle a aquel agradable hombre que dejara a los caballos ir a su antojo hasta que mi aguda intuición me señalara de algún modo el final del trayecto. 

Sin embargo y como si no hubiera percibido mi presencia, el cochero no lo hizo movimiento alguno y siguió acariciando las grupas de los caballos y hablándoles con una cara tan bondadosa y unos gestos tan amables, que no me pareció oportuno interrumpir la escena para manifestarme y preferí quedarme en silencio a esperar disfrutando del soleado día.

Pasado un rato, unos suaves ronquidos me avisaron de que el cochero había finalizado sus caricias a los equinos y aunque me duele importunar a aquellas personas de rostro bondadoso y gestos amables, ya me iba a ver obligado a llamar su atención sobre mi modesta persona, cuando una dama enlutada bellamente vestida de negro, saliendo de un establecimiento, subió a la calesa con un enorme ramo de crisantemos amarillos y se sentó a mi lado con un ruidoso fru-fru de seda.

De nuevo, la suerte vino a salvarme de un compromiso cuando oí que la bella mujer le pedía al calesero que la llevara al cementerio y mi intuición no hizo protesta alguna en mi interior de ser transportado a tan sagrado lugar.

No, no lo voy a negar, casi perdí mi proverbial aplomo cuando la dama, que de tan compungida ni había percibido mi presencia , levantó su velo y pude ver aquellos fascinantes ojos verde oscuro de largas pestañas brillantes por las lagrimas.

De nuevo y por tercera vez en el día, aquellos ojos se me antojaron conocidos, pero a diferencia de las anteriores, esta vez, aunque tampoco afloró recuerdo alguno a mi memoria, mi corazón dio un insólito vuelco y sin saber porqué y mientras no podía evitar mirarla de reojo una y otra vez, mi cuerpo quedó agitado y tembloroso de pies a cabeza durante todo el trayecto hasta el camposanto.

Sorprendentemente, cuando la calesa atravesó la puerta del cementerio, me invadió súbitamente una sensación de paz inmensa y decidí relajarme en el asiento disfrutando del bello paisaje de hileras de tumbas entre rosales, nichos adornados y preciosos panteones familiares de mármol funerario plagados de cruces oscuras y docenas de centenarios cipreses negros elevando las ánimas al cielo, mientras los angelotes de piedra cubiertos de moho que tan siniestros me habían resultado siempre, ahora parecían escoltarnos sonrientes a lo largo del el paseo central de la necrópolis.

Me sobresalté un poco cuando la calesa se detuvo con cierta brusquedad frente al oscuro rectángulo de una fosa cavada en el césped cuidadosamente recortado en un claro soleado cuya profundidad era tal, que no se le veía el fondo y tan solo asomaba de ella el extremo de una vieja escalera de madera que debía haber sido usada por el enterrador para cavar un hoyo tan hondo.

La dama, ahora ya con un pañuelo en la mano, sin siquiera mirarme o despedirse de mí bajó diligente del vehículo, se arrodilló frente a la fosa vacía , depositó las flores amarillas y se quedó sollozando abiertamente algunos minutos.

Ignoro por qué lo hice, pero me fuí tras ella y permanecí respetuosamente en pie a sus espaldas respetando su dolor hasta que se levantó con lentitud  espolsándose la falda y se dirigió a la bella losa gris que a falta de colocar, reposaba de pié apoyada en el tronco rojizo de un enorme pino y besó dulcemente su epitafio antes de dirigirse apresuradamente hacia la capilla que se adivinaba al fondo del camposanto con la clara intención de rezar.

Me quedé solo allí de pie algo desorientado y sin saber qué hacer, la calesa ya había desaparecido y no se veía a nadie a quien preguntar alguna cosa, pero al fin, algo ocioso, me decidí distraídamente por acercarme a la losa gris.

La verdad es que no me inquieté demasiado cuando vi mi nombre esculpido en ella y pasé el dedo recorriendo sus rugosas letras porque esta vez, el débil recuerdo del encargo de una losa esculpida a un cantero en previsión de desgracias repentinas, pasó fugazmente por mi cabeza si bien apenas lo pude retener.

Al volverme y ver de nuevo la fosa, sentí la necesidad de comprobar sus dimensiones y constatar que el encargo se había realizado eficientemente, y descendí por la escalera.

Estaba tan absorto arrodillado en el fondo estimando las dimensiones de aquella fosa que no me percibí de que la escalera había desaparecido a mis espaldas hasta que comenzó comenzar a caerme tierra encima y deseé salir de aquel hoyo.

Solamente cuando dirigí mi mirada hacia arriba y vi al contraluz del cielo azul del atardecer al enterrador que pala en mano, estaba llenando el hoyo de tierra sin apercibirse de mi presencia en su interior fue cuando estuve a punto de gritarle que se detuviera porque me estaba sepultando…

Pero no, no lo hice…, no lo pude hacer…, la verdad es que aquel enterrador tenía la cara tan bondadosa y los gestos tan gentiles que temí importunarle en su trabajo y preferí acostarme discretamente en el fondo de aquella tumba…


FIN

1 comentario:

Unknown dijo...
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