martes, 22 de septiembre de 2020

EL SINDROME DE STENHDAL



Con solo mirar la acuarela, se puede percibir que este Acuatexto se pudo llamar "La Belleza", y así lo hubiera llamado Don Diego de haberlo escrito él.

¿Sabéis...?, a veces el amor surge tan intenso y espontaneo entre dos personas, que en su inseguridad ambas piensan que su unión es tan imposible, inalcanzable y despareja que a veces durante años, andan rondando el uno cerca del otro amándose sin saberse correspondidos como dos ciegos perdidos en un inmenso bosque en el que se buscan sin cesar con la estúpida esperanza de que el azar los una y sea una casualidad y no su valor la que supere el temor paralizante que les impide manifestar sus sentimientos por miedo a quebrar lo poco que tienen el uno del otro y que a través de ilusiones y fantasías y sueños, mantiene día a día su corazón esperanzado.

No amigos, no hay luz sin sombra ni amor sin riesgo.

Don Diego Galván era médico en una pequeña ciudad de la Extremadura profunda cerca ya de las Hurdes, una zona extremadamente pobre de la península, y aunque de buena familia y natural de allí, no era un médico ni una persona al uso.

Para la gentes, era extraordinariamente raro y extravagante pero todos lo admiraban por su sabiduría y ojo clínico aunque nadie consideraba una persona normal.

Muy culto y estudioso, yo creo que de haber sido escritor, estoy seguro que hubiera pertenecido a la desencantada generación del 98.

Don Diego era de los que con su ejemplo de abnegación, pretendía ayudar a levantar aquella España hundida empobrecida y analfabeta que durante siglos siempre había sido víctima de los avariciosos negligentes poderosos de turno e insensatos religiosos.

Con un mostacho negro como su rizado pelo que comenzaba a encanecer y arrugas en el ceño casi siempre fruncido por la seriedad, el hombre no era muy alto ni tampoco era grueso. El sempiterno sombrero de bombín con que se cubría junto a los lustrosos botines de piel fina y tacón elevado buscando parecer mas alto y los anteojos redondos y dorados, le daban un aspecto intelectual y cultivado y vestía siempre con una elegancia extrema, ropas oscuras y discretas y corbatas de colores apagados y bajo sus chalecos, siempre bailaba una cadenita de oro de la que pendía un reloj que consultaba continuamente.

Tenía su consulta en su domicilio en la planta principal de un edificio señorial donde atendía por las tardes y a veces, hasta bien entrada la noche . Solo se le solía ver desde bien temprano por las mañanas de un lado para otro atendiendo las visitas domiciliarias y a los enfermos de las aldeas cercanas muy recto y serio sobre su acharolada calesa de grandes ruedas blancas tirada por un caballo negro.

Si, Don Diego era un hombre muy especial para aquel el momento. Jamás levantaba la voz, apenas sonreía , nunca se mostraba superior ni prepotente o , como hacían otros de sus colegas, bondadosamente parlanchín y era una persona seria e introvertida que no gustaba de tertulias ni eventos ni reuniones y solo se le veía por el casino donde se reunían los próceres algún que otro día festivo para jugar en silencio al ajedrez.

La única pasión de Don Diego aparte del ejercicio de la Medicina, era el estudio e investigación de una extraña enfermedad en las Hurdes que asolaba hace siglos a gran parte de la población de aquellas perdidas y míseras aldeas que producía en los adultos unos monstruosos bultos o bocios en el cuello, cretinismo y subnormalidad en los niños, sordera y una baja inteligencia en general rayando en la idiocia y que para él, no debía tener origen solo en el hambre o la miseria porque éstas se daban en toda España sin producir aquéllas desgraciadas anomalías.

No, para su frustración Don Diego nunca descubrió la causa ni el tratamiento de aquello, la medicina aún estaba muy atrasada, pero su dedicación y observaciones fueron útiles para que décadas después se descubriera que se trataba de un problema de tiroides por falta de iodo en el agua.

Es verdad que absorbido por sus pasiones, Don Diego nunca se casó ni tampoco frecuentaba a las numerosas damas incluso adineradas para las que suponía un buen partido y jamás se le vio en lugares indecorosos ni mirando con deseo a mujer alguna.

La cuestión o la historia, si queréis, fue tan repentina como sorprendente.

Corrían los desgraciados tiempos del final del siglo XIX y Don Diego Galván como si fuera un milagro, a sus cuarenta y cinco años descubrió por primera vez la belleza y con ella, el amor.

Una tarde de verano, cuando se disponía a marcharse acabado el trabajo en un mísero caserío de los que frecuentaba para tratar a una anciana y varios desgraciados más, su mirada distraída se topó con la belleza enmarcada por la puerta de un sucio corral.

Aquella muchacha era la cosa más bonita que jamás había entrado en su cabeza y despertó violentamente en su cerebro su siempre anestesiada y desconocida parte donde los humanos apreciamos lo bello y lo delicioso.

Aunque la visión de Clara, como luego supo que se llamaba acertadamente la muchacha, apenas duró unos segundos antes de desaparecer dando de comer a las gallinas, se incrustó de tal manera en su memoria que jamás desde aquel instante dejó de rememorarlo cada día de su vida ni la olvidó hasta su muerte.

Porque además, cuando cerró los ojos para intentar retener aquella divina visión, súbitamente, se le aflojaron las rodillas, el corazón se le disparó y parecía ahogarse por falta de aire a la vez que un vértigo se apoderó de su cabeza, las nauseas lo invadieron y comenzó a desvanecerse pálido y sudoroso sobre su carruaje de modo que, de no ser por la ayuda de unos mozos que lo vieron, hubiera dado con los huesos en el suelo.

Cuando ya algo recuperado sudoroso y con la corbata aflojada pudo coger las riendas para ir bajando despacio hacia la ciudad, Don Diego, poco a poco, se fue tranquilizando.

No era nada grave y aunque lo había estudiado, jamás había creído que aquella reacción hubiera existido de verdad, pero lo era..., era una reacción epifánica producida por una visión casi aterradora ante la belleza como bien describió Sthendal cuando visitando Florencia, el escritor sintió lo mismo ante la visión de Santa María la Magiore y desde entonces, el controvertido Síndrome de Sthendal o del viajero, entró en los libros casi como una anécdota.

Ya mas calmado recordó con deleite la visión de Clara. Aquel rostro delicado pálido y fino como la porcelana, aquellos cabellos sedosos recogidos como las diosas griegas dejando escapar con garbo espontaneo algunas hebras y rizos que brillaban al sol del atardecer, la gracia de la curva dulce y elegante de su largo cuello de gacela adolescente , la mirada recatada y huidiza de sus grandes ojos entornados y la elegancia en cada movimiento que ignorando ser observada parecía dignificar todo cuanto tocaba, le puso a temblar de nuevo mientras las preguntas sin respuesta, acudían en tropel a su mente:

¿Puede la belleza surgir de la nada?.

¿Puede una delicada rosa blanca crecer sin apenas agua en un árido secarral agrietado donde hasta los espartos están secos?

¿Era esa sensación de maravillosa felicidad que sentía ahora los demás llamaban amor?

¿ Puede una mirada casual y distraída cambiar para siempre a un hombre sensato?

Clara debía andar por los diez y seis, tal vez debía ya debía haberla atendido rutinariamente de algún resfriado cuando apenas nada era una niña que corría tras las cabras.

Súbitamente y casi a continuación, su rara felicidad se vio empañada de repente cuando desde su razón, la realidad le hizo consciente de que jamás podría tenerla.

La posibilidad de que aquella adolescente en edad de amar a algún muchacho pudiera llegar amar a un aburrido viejo y raro como él y el escándalo de que la sociedad no le perdonara que pudiera siquiera pensar en amar casi a una niña indigente e iletrada le amargó aquel instante.

-!Ay Amor..., aun apenas asomas y con la emoción ya traes el dolor y la amargura contigo !

Si, en los días que siguieron ganó su entrenada razón, aceptó la imposibilidad como se acepta una enfermedad, entendió aquello e intentó sacarla de su cabeza y como fue inútil, decidió que ante la perspectiva de manifestar sus sentimientos, fracasar y hacer un ridículo universal que destrozando su carrera se sumara a su inmenso dolor, prefirió callar y observarla y amarla en secreto para a la vez desearla y añorarla dentro de su corazón.

Pero no pudo evitar que el amor atrevido y descarado le llevara casi a diario con cualquier excusa médica a subir hasta aquel perdido caserío donde entraba estirando el cuello como un pavo a ver si la veía.

Por fin, nerviosamente consciente de que se estaba poniendo en evidencia, se acordó de tema de Mahoma y la Montaña y decidido, Habló con la abuela de Clara y con la excusa de que Enriqueta su ama de llaves necesitaba ayuda la tomó a su servicio como sirvienta lo que le permitió tenerla en casa siempre cerca mirándola y aspirando su celestial aroma sin levantar sospechas a la vez que hacía por educarla y enseñarle a hablar y a leer.

Cinco años, cinco, en los que Don Diego jamás le insinuó sus sentimientos a Clara fue lo que duró aquello. Ante la imposibilidad de un amor pasional Don Diego era feliz teniéndola cerca.

Pero todo se acaba, y un sábado en el que Clara había subido a la aldea lo requirieron de allí con urgencia y al llegar alarmado, se encontró a la muchacha. auxiliada por su hermana, postrada pálida y moribunda.

Don Diego por primera vez desde niño, no pudo hacer nada mas que llorar con gruesos lagrimones cuando la tomó de aquella manita blanca como un ala de paloma y percibió en sus últimos y débiles latidos la proximidad de la muerte.

Fue entonces en su último y dulce suspiro cuando tristemente bella hasta la muerte, Clara le miró directamente a los ojos por primera vez y le dijo en un susurro:

Don Diego, no le digo adiós porque allá donde mi alma vaya, lo esperará, lo esperará eternamente.

Luego sus ojos se cerraron para siempre.

¿Sabe Vd. Don Diego...? dijo su hermana, Clara llevaba mas de un año calladamente enferma, fue feliz a su manera y ella solo lo amó a Vd., lo amó con locura, pero jamás hasta hoy se atrevió a decirle nada.

¿Sabéis...? a Don Diego nadie le notó el profundo pozo de tristeza y negrura en el que cayó su alma, y aunque el  tiempo mitigó el dolor de su corazón, jamás hasta que murió años después 
 volvió a apreciar la belleza ni se perdonó la culpa de haber sido tan cobarde. 



FIN









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