viernes, 21 de febrero de 2020

EL CONSEJERO


El rechoncho hombre incoherentemente vestido con un viejo sombrero y un ajado y raido traje de lanilla de anticuado corte urbano que recordaría hoy a las películas de Chaplin, hubiera parecido un pobre de limosna en cualquier ciudad con su ajetreo de caballos, tranvías y esos endiablados engendros ruidosos que llamaban automóviles y que cada vez se veían más entre las clases pudientes; pero allí  entre las ropas de sarga y de pana antigua, los zuecos de madera para los charcos, las boinas y los marchitos sombreros de paja de los habitantes de aquel sitio olvidado, parecía un diputado que caminaba ceremonioso hasta la plaza. 

Es curioso, pero aquella valiosa figura no existía en ningún otro lugar. Tal vez hasta entonces su función fuera ejercida en los confesionarios por curas y párrocos o tal vez fuera un raro antecedente de psicólogos, psiquiatras ,"couchings", o asistentes sociales, pero por aquellos tiempos de entreguerras de pobreza y miseria, la figura del "Consejero" era una cosa desconocida y extravagante para quién no fuera de allí y más si se piensa, que la suya, se trataba de una labor desinteresada y gratuita compensada solo por algunos donativos en forma de alimentos y carbón que, cuando el hambre lo permitía, la gente agradecida le dejaba anónimamente en el callejón a la puerta de su casucha.

Disponía de una vieja mesilla de terraza y un par de banquetas de asiento de enea de la época cuando hacía ya mas de un siglo el viejo Goya pintaba las guerras napoleónicas y que según la época del año, el hombre iba colocando bajo los soportales, en medio de la plaza junto a la fuente, bajo el viejo olmo, o entre los entoldados del mercado de ganado. 

Se sentaba a eso de las diez más o menos según le diera por tocar al campanero y cuando apoyaba pesadamente los codos en la mesa abriendo las piernas para que cómodamente reposara su abdomen, era la señal tácita para que los "esperantes" de consejo, se fueran poniendo en cola y uno a uno con la infinita paciencia rural de que el tiempo no tiene valor y tras descubrirse respetuosamente, se fueran sentando de uno en uno delante de él exponiendo su problema (uno solo por sesión) oyendo luego su consejo y al terminar, marchar a sus cosas con un mil gracias, una sonrisa de agradecimiento y una actitud de veneración con la cabeza gacha y el sombrero en mano a la que solo faltaba hacer una genuflexión y besarle la mano como a un obispo.

Según pudo averiguar mi abuelo, aquél hombre era una bendición para aquel lugar como un año de nieves, un verano fresco o la ausencia de alguna plaga pertinaz.

"El Consejero" sabía de todo, sabía de siembras y cosechas, de amores y penas, de instancias y pleitos, de motores, de ganado, de enfermedades, de curas y milagros, de políticas y votaciones, de armas y guerras y de todo lo que uno se pueda imaginar y más y lo que ignoraba, lograba enfocarlo con tal sentido común que era como si te guiara con una linterna en medio de la noche oscura.

El resultado de sus consejos solía ser tan acertado, que incluso los habitantes de otros lugares de la región, enterados, también acudían a él como en peregrinación pasando dos o tres días de espera al abrigo de la fonda para ser atendidos por él.

Mi abuelo lo conoció cuando se pateó media península ibérica como historiador a sueldo del partido republicano haciendo inventario de los tesoros eclesiásticos que hubieran quedado ocultos tras la antigua desamortización de Mendizábal del siglo anterior con la excusa de estudiar el románico primitivo, recóndito y disperso por el agro español y cuando preguntó por la comarca por una pequeña ermita que nadie parecía conocer, las gentes le remitieron al consejero como último recurso.

En realidad, los republicanos se estaban preparando para rapiñar aquellos bienes en cuanto liquidaran la monarquía y exiliaran a aquel rey reaccionario, pero aunque todo eso a mi abuelo se la traía al pairo, el hombre quedó impresionado por el enigma de la historia del Consejero del que nadie sabía quién era, ni como se llamaba, ni cómo llegó allí, ni de quien era la casa donde vivía, ni de que vivía en realidad.

Al parecer, cuando mi abuelo indagó, nadie sabía nada y no porque el hombre fuera hermético o introvertido, sino porque aquellas gentes en sus creencias supersticiosas, no le preguntaron jamás nada al "Consejero" convencidos de que era una especie de frágil bendición que había caído allí por un despiste de Dios y que si por su curiosidad se la molestaba, podía esfumarse.

Tras encaminar correctamente a mi abuelo a su objetivo con unas claras indicaciones, El Consejero aceptó cómo compensación ser invitado a cenar por mi abuelo merced a la enorme curiosidad que levantó en él la cámara fotográfica que portaba.

De aquella conversación, mi abuelo tomó esmeradas notas que guardó cuidadosamente al igual que aquella vieja foto y aunque ignoro aun cual era su propósito pero me interesó especialmente la transcripción de aquel diálogo.

-Mire señor, me pregunta Vd, como llegué aquí y cómo sé tantas cosas.

Le confesaré que Dios, me dio un Don y un defecto. El Don consiste en la capacidad de conocer con muy pocos datos lo que le conviene a cada cual según sus circunstancias y acertar en ello.

-¿Y el defecto…? pregunté…

- El defecto señor…, dijo "El Consejero" con una sonrisa triste acompañada de un suspiro, el defecto es una absoluta ceguera de ese Don para mí mismo. !Si…,! en mí nunca fue más verdad aquello de "Consejos vendo que para mí no tengo" y parece que Dios, como si me lastrara por mi clarividencia con el prójimo, me condenara a hacer siempre lo que no me conviene, tomar el camino equivocado o meterme en asuntos en los que acabo mostrando mi más absoluta inutilidad.

-¿Y si eso es así?, ¿ Cómo es que Vd. sabe tanto y de tantas cosas…? le pregunté interrumpiéndolo impacientemente.

- Ja ja ja…, Es sencillo Señor…, no soy tonto, tengo buena memoria y curiosidad, soy ya viejo y en ésta vida me he metido en tantos caminos equivocados y tantas decisiones erradas, que antes de fracasar en todos ellos he ido aprendiendo algo de cada uno de los cientos que he tomado y eso al final, es saber mucho.

-¿Y cómo es que con todo lo que Vd. sabe ha acabado Vd. de" Consejero de balde" aquí en éste perdido lugar lleno de ignorancia y alejado de toda civilización ?

El Consejero sonrió de nuevo, bebió un trago de vino tinto, carraspeó y dijo:

-¿Sabe?, no podía soportar más esos fracasos que me desazonaban el alma y mi última decisión me hizo acabar enfermo en unas minas cerca de aquí. Entonces, decidí no decidir mas, no luchar mas, rendirme, y dejar de buscar mi bienestar y entendí que si Dios quería que usara mi Don solo para ayudar a los ignorantes y necesitados, así lo haría y me quedaría quieto aquí sin emprender ningún camino y aquí me tiene y la verdad es que nunca seré nada, pero soy feliz ayudando, la gente me quiere y no me falta de nada para vivir.

Mi abuelo, impresionado y conmovido, levantó su copa y brindó por él.

- Amigo, no sé si Dios existe pero si lo hizo a Vd., hizo algo muy grande…

Cuando años después de acabar la guerra civil mi abuelo que no se había quitado de la cabeza a aquel hombre volvió a aquel lugar, comprobó que ya no era un lugar de ignorancia y que las gentes habían progresado bastante para empezar a saber y decidir por sí mismas, pero El Consejero, ya no estaba...

-¿Saben Vds. donde se fue? Preguntó al dueño de aquella taberna donde una vez había cenado con él alumbrados por un velón y rodeados de toneles de vino peleón.

- Si claro señor…, ¿Cómo olvidar eso…?, dijo con una cara sombría en la que se había helado su sonriente rostro comercial: Su alma, seguro que debió irse al cielo, pero sus huesos…, están allá abajo, bajo unas piedras en una fosa común cerca del cementerio porque en cuanto ganaron la guerra los fascistas, vinieron con el clero resentido por los celos y los poderosos por la ayuda a los ignorantes campesinos y lo fusilaron en la plaza por comunista.

Mi abuelo, comprendió entonces que "El Consejero" no había errado una vez más en la decisión de quedarse en aquél lugar, es más, acertó de pleno, porque sin saberlo, había cumplido su misión, era un mártir de los nuevos tiempos, una especie de santo anónimo de los que su único milagro, era aconsejar a quién no sabe.

Fin

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