viernes, 16 de noviembre de 2018

EL PERRO DEL CAMPOSANTO

Pensé que yo era el ser más triste del planeta hasta que vi en su mirada un desconsuelo más profundo que el mío. 

Me topé con aquel perro oscuro de cejas caídas y doradas cuando en el cementerio, con mis ojos hinchados y enrojecidos por el llanto y mi desconsolada cabeza alejada de la realidad, me equivoqué de pasillo funerario buscando la tumba de mi esposa. 

Creo que los dos, perro y yo, nos sobresaltamos al mirarnos en medio del silencio del camposanto, era tan temprano que los gorriones aun dormía, no había nadie allí porque los entierros se demoran por los servicios religiosos y mis zapatos de ante apenas hace ruido sobre la gravilla. 

Él, bueno… "Ella", como luego supe, apenas se movió salvo para levantar penosamente la cabeza para mirarme. Estaba terriblemente delgada para su tamaño, su trufa estaba seca y grisácea, sus orejas caídas, su cola inmóvil y de sus tristes ojos color ámbar, partían unos surcos húmedos y legañosos de llanto sin lagrimas que expresaban un dolor sin fuerzas siquiera para aullar lobunamente como ellos suelen hacer.

Yo debía conocer bien el camino hasta la tumba de Lidia a la iba a visitar todas las mañanas desde su entierro siete días atrás, pero cada día me perdía y erraba el camino entre el laberinto de sendas de grava y la igualdad de los enormes cipreses, porque mi mente, desorientada y aturdida, era incapaz de retener el tenebroso trayecto o mantener la atención en nada que no fuera intentar despertar a cada instante de aquel tormento deseando con toda mi alma que solo fuera una maldita pesadilla.

La verdad es que el primer día, el de la inhumación, tras aquel carro barroco y negro lleno de querubines de madera tallada y tirado por cuatro melancólicos caballos blancos empenachados a la antigua sobre el que apenas se podía ver su ataúd entre el entramado de ramos, coronas y cintas de colores que prácticamente cubrían el acristalado, yo caminaba rodeado por familiares y amigos que se turnaban para sostenerme de los hombros para que no me derrumbara por el dolor de mi corazón y por el aguardiente con el que habían intentado anestesiarme y de ese penoso modo, llegué arrastrando los pies y sin poder recordar como, hasta aquella fosa abierta y fosca cuyo fondo no pude vislumbrar y a la que hubiera deseado arrojarme tras su féretro para que me enterraran con ella.

No, no estaba yo para ternuras y tras cruzar la mirada con aquel chucho continué egoístamente mi camino sin más intentando olvidar aquella mirada afligida y de abandono en la que de repente y como en un espejo me reconocí. En mi corazón no quedaba sitio para mas lástima que la que yo me daba a mi mismo y preferí engañarme pensando que aquella sensación no era más que la estudiada manipulación de un perro vagabundo y sarnoso.

Mas tarde y por el sepulturero, supe que aquel animal llevaba allí cuatro semanas sin moverse y sin comer a pesar de que las gentes conmovidas le ponían comida y de que incluso, él mismo, desde que renunció a expulsarla de aquel santo lugar tras varios infructuosos intentos en los que el animal volvía inmediatamente a su sitio en cuanto descuidaba la puerta del cementerio como un hierro a su imán, le dejaba parte de su propio almuerzo que ella nunca tocó, pero fue cuando la perra tampoco quiso irse con nadie a pesar que había movido la compasión de mucha gente que enternecida por su fidelidad se había decidido a adoptarla, cuando aquel enterrador comprendiendo al fin la inutilidad de todo aquello, dejó de darle comida y abandonó a aquella perra a su destino porque aquel animal no estaba esperando la resurrección de su amo, sino morir junto a sus restos para reunirse con él donde quiera que estuviera.

En vista de aquello, no me pareció extraño que yo no hubiera visto antes a aquel animal a pesar de que estaba solo a un par de filas de sepulcros más allá de la tumba de mi esposa porque estaba oculto a mi vista por una imponente mata de romero que lo protegía del viento helado de la sierra y formando un ovillo oscuro y silencioso, permanecía allí acurrucado a los pies de un enorme y lúgubre ángel alado de piedra gris cuya cara de niña y los tenebrosos pliegues de su túnica renegridos por el musgo seco y mugriento, alarmaban los corazones mas que serenarlos y cuya sombría belleza parecía capaz de espantar a cualquier espíritu maligno que osara siquiera rozar a las rejas oxidadas de aquel ostentoso panteón familiar en cuya última fila de inscripciones, el nombre de su amo destacaba por la blancura de lo reciente.

Ya había pasado más de una semana desde el repentino e inesperado fallecimiento de Lidia y yo no podía evitar volver y volver todos los días al cementerio aunque lloviera o tronara para pasarme allí las horas frente a la blanca losa de mármol, donde de algún modo irracional, mi imaginación trastornada me hacía sentir que el alma de mi esposa aún permanecería allí mientras en los tallos de las rosas que rodeaban su sepulcro quedara un solo pétalo por caer, mustio y desvaído, sobre el mármol para antes de subir a los cielos, poder indicarme con alguna enigmática señal la manera de poder sobrevivirle.

!Ni duelos ni leches!, a los doce días aún andaba metido en un bucle sin salida y sentado en una tumba vecina de granito negro de un rico notario cuya severa y bigotuda foto parecía observarme con desagrado recriminándome mi falta de respeto.

Como en un berrinche de niño, yo lloraba tan inconsolablemente como el día que murió y solo paraba a ratos para despotricar de ira contra Lidia y contra Dios por lo injustos que ambos habían sido conmigo dejándome desvalido y sin fuerzas para continuar viviendo. ¿Por qué si el enfermo y el añoso era él y su destino era morir primero?. ¿Por qué Dios había roto el curso natural de las cosas sin contar con él?. ¿ Por qué se tuvo que ir aún lozana ella, lo único que de verdad él amaba y el único motivo para seguir caminando por este mundo de mierda y maldad?.

Fue mirando la tumba de Lidia en aquél borrascoso día, cuando vi que el viento que presagiaba la tormenta desprendía los últimos pétalos dejando desnudos y temblones los tallos de las rosas.

Cuando pensé que su alma se había ido sin ayudarme y fui consciente de que me sería imposible vivir sin ella, que jamás superaría aquel dolor y de que aquél bucle demoledor solo se detendría quitándome la vida.

De repente, cuando sentado allí mismo me agarré la cabeza con las manos crispadas por el desespero mientras mis lagrimas me caían al suelo llenándolo de goterones, sentí un aliento cálido en mi oreja, un suave lametón en mi cuello y una pata peluda sobre mi rodilla. Cuando levanté la cabeza, aquella perra flaca me observaba sentada moviendo suavemente el rabo con las orejas erguidas y gimiendo levemente mientras en sus ojos, me mostraba un pequeño brillo de esperanza.

Es curioso como un pequeño soplo de aliento a veces hace decantarse una balanza en un sentido u otro y claro, si estoy escribiendo esto, es porque aún estoy vivo porque ella me quitó de la cabeza el suicidio.

Creo que fue aquel brillo de esperanza…o tal vez fue el vaivén de su cola… o aquel cálido lamido…, no sé…, a veces pienso que ambos, el uno en el otro, encontramos un motivo para vivir.

No os engañéis, puede que fuera por el innato sentido del deber de las hembras , el merito fue de ella, aunque a mi me guste creer que se lo pidió el alma de Lidia cuando al caer el último pétalo, me tuvo que dejar tan hundido. De cualquier modo, en cuanto su fino olfato perruno detectó a la muerte afilando su guadaña y relamiéndose frente a mi, ella se olvidó de sí misma y encontró en mí alguien en peligro a quién salvar.

No, no le he puesto nombre aún, por mucho que me devano los sesos no encuentro un nombre suficientemente bello para ella, de cualquier modo, por mucho que la quiera y que la mime, jamás se lo podré pagar.

Cuidar a quien me salvó es ahora mi único motivo para seguir viviendo y ya no pienso que el mundo es una mierda ahora sé que hay alguien mejor que los hombres… !Están los perros...!

Fin

2 comentarios:

Unknown dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Me ha encantado,el amor que siento por mis perras es inmenso.Boira,hizo algo parecido conmigo,me devolvió la sonrisa,y conocí gente maravillosa.Pensé que yo la cuidaba a ella,pero fue Boira quien me salvó a mí.
Me enseñó a ser fiel,y fiel soy contigo,mi querido amigo Paco.
Te extraño,a ti y Amón.
Enhorabuena,y gracias de parte de mis peludas!!!
Siempre agradecida.
Vir.