jueves, 17 de enero de 2019

LA EXTRAÑA LUCIDEZ DE LUCINDO

Cuando con sesenta años Lucindo murió, nadie en el mundo conocía su secreto a pesar de su popularidad y amabilidad con sus compañeros. Ahora, soy el jefe y director del departamento de Neuropsiquiatría en este Hospital y una de las máximas autoridades a nivel internacional en el estudio de las inmensas capacidades potenciales del cerebro humano y antes de que lo preguntéis añadiré, que solo por defender mi credibilidad su secreto a pesar de los años que lo conozco, sigue aun siendo un secreto .  

Mi relación con Lucindo, al que paradójicamente jamás conocí en persona, sucedió en una indecisa etapa de mi vida y marcó así mi vocación por la Neuropsiquiatría. 

El azar, como tantas cosas en la vida, fue el que me llevó a leer el escondido diario que Lucindo guardaba en su taquilla privada de los vestuarios del Hospital camuflado bajo un montón de periódicos y revistas viejas y que, al morir su titular, por suerte chamba o chiripa, me fue asignada cuando bien novato y como médico residente de primer año, entré en este hospital y me vi obligado a vaciarla de sus viejas pertenencias, para meter las mías. 

La verdad es que si la gente con las que trabajaba Lucindo y que imaginaba conocerle e incluso tener con él cierto grado de confianza se hubiera parado a analizarlo bien, se hubiera sorprendido de que a pesar de los años que lo conocían, de Lucindo, apenas sabían poco mas que las cuatro vaguedades generales imprescindibles para tratar a cualquiera.

La mayor parte de las íntimas y secretas memorias de Lucindo, cuyo nombre en español, Lúcido, nunca estuvo mejor asignado por sus padres, habían 
sido escritas sobre todo  en los primeros años tras su llegada tres décadas antes para trabajar en el hospital, cuando yo aun me debía estar pensando aun si nacer no y Lucindo sólo las había reanudado en los últimos meses antes de morir.

Por lo general, aquellos apuntes estaban escritos a mano en un cuaderno de tapas de hule verde con letra apresurada, empleando bolígrafos baratos. El garrapateo irregular de la escritura que denotaba un apoyo deficiente, me hizo suponer que Lucindo debía escribir sus notas a escondidas sentado en el inodoro durante los ratos en que su cuerpo satisfacía sus necesidades naturales aprovechando así la intimidad que le daba el cerrojo del retrete del vestuario comunitario y su cercanía a la taquilla:


Me llamo Lucindo, no tengo domicilio y decidí vivir dentro del hospital del que solo salgo en muy raras ocasiones a comer algún capricho para aliviar la monotonía de la insulsa comida de enfermo.


Conseguí " bajo mano", que a cambio de mi disponibilidad permanente como camillero, se me asignara para dormir un cuartucho con un camastro tras la sala de motores de la calefacción y me acostumbré a vivir allí recluido.


Al fin y al cabo, un hospital o una cárcel es como un pueblo o un barrio donde uno se acostumbra a deambular rodeado de las rutinas de su propio mundo.

Es una desgracia, pero los médicos no se explican aun cómo la levedad de aquel nimio accidente que apenas fue un cabezazo jugando al fútbol, pudiera haberme causado una lesión cerebral sin siquiera perder la conciencia, pero no podían tener otro origen las cefaleas que tuve después a lo largo de las siguientes semanas a las que se fueron sumando los mareos, los progresivos despistes y los errores que hicieron imposible desarrollar mi trabajo en el banco donde trabajaba de contable.


Lo de la amnesia respecto a los recuerdos de mi familia y amigos fue progresivo y me sucedió algo más tarde, cuando ya llevaba algún tiempo como "caso raro y especial" entre los estudiosos del cerebro y la conducta, y dejó mi cabeza como un disco duro borrado de mi memoria y como si hubiera "pasado página", me fui alejando de mi pasado sin sufrimiento ni angustia alguna.

Los Neurólogos, al final de todo tipo de exploraciones, radiografías y resonancias no lograron hallar ninguna anomalía en mi cerebro que pudiera justificar mis síntomas ni solución alguna para ellos y aunque con frustración, los Doctores terminaron por declararme oficialmente incapaz para ejercer mi profesión, relegándome así a un flaco subsidio estatal para poder vivir.

Creo que fue cierto sentido de culpabilidad por la inoperancia de la medicina de aquél momento, lo que contribuyó, junto a mi juventud y la penosa situación financiera en la que quedaba, a que moviendo los hilos adecuados, el director médico de la investigación me consiguiera una plaza de camillero o celador en el propio hospital trabajo éste, para el cual si que se me consideraba capacitado.


Pero no, no me mentiré en mi propio diario. Yo percibí mi extraña y nueva capacidad que siempre ha sido mi secreto bastante antes de que finalizaran mi estudio, si bien, la cosa era tan lunática e increíble que me guardé muy mucho de decir una sola palabra de ella a los doctores para que no me encerraran de inmediato en un manicomio con la etiqueta de" loco de atar".

La primera vez que me ocurrió, fue cuando tropecé con aquella joven en la entrada del centro médico y cuando le miré a la cara, tuve la certeza de que aquella muchacha se iba a dirigir a la misma consulta que yo. Luego para mi sorpresa, sucedió así con toda exactitud.

Las muchas semanas que duró mi estudio médico y que pude deambular por consultas y salas de espera, me permitieron hacer determinados seguimientos y comprobaciones cuyo resultado, me fue dando la certeza de que en mí, se estaba desarrollando una insólita facultad que me habilitaba para poder saber, solo viendo las facciones del rostro cualquier paciente que me pudiera cruzar en un pasillo, a qué especialidad médica se iba a dirigir y que órgano o problema era el origen de los males.

Nadie hubiera podido imaginar, incluso sabiendo que cualquier habilidad sea natural o adquirida puede mejorar enormemente con el entrenamiento y la experiencia, hasta que punto fue mejorando mi secreta facultad en aquél Hospital donde precisamente, mi trabajo era trasladar en camilla a los pacientes a donde se me ordenara incluso, cuando fallecían, hasta las heladas cámaras frigoríficas del sótano, donde en el mortuorio se les practicaba la autopsia.

Si, la verdad es que aunque resulte monstruoso, sólo con ver al cualquier paciente que se me asignara e incluso sin siquiera leer la orden de traslado, el diagnóstico o el lugar donde debía trasladarlo, mi cerebro percibía en apenas segundos dónde tenía que acarrearlo, la dolencia que padecía, lo avanzado de su enfermedad e incluso podía hacer un pronóstico bastante certero de cuando iba a curar o morir.

Podrá pues entenderse mi actitud y mi modo de vida incluso si os digo que curiosamente como una defensa compensatoria a aquella tremenda adquisición y creo que con el fin de evitar mi locura, fui desarrollando una miopía galopante que, cuando no usaba mis gruesas gafas, me hacía ver los rostros de la gente como masas borrosas y sin rasgos definidos, no permitiendo así a mi secreta facultad actuar sin mi beneplácito.

No, no he tenido familia, ni mujer, ni hijos, y me desligué totalmente de mis allegados, tampoco me he convertido en un amargado ser resentido huraño o antisocial, como podría pensarse. Mi actitud vital no es mas que pura necesidad para sobrevivir.

¿Cómo podría yo levantarme de la cama un día y ver escrita en el rostro de mi esposa o de mi mas amada hija la certeza inexorable de la muerte? ¿ Cómo podría soportar un hombre eso sin pegarse un tiro en la sien?.¿Cómo...?.

Lucindo, tras éste último y tremendo párrafo,cuya lectura me dejó temblando dejó de escribir en su diario hasta que tras años de olvido y un silencio de varias páginas en blanco, continuó escribiendo con tinta mas reciente poco tiempo antes de su muerte.

Hace años que no escribo aquí, porque por extraordinaria que ha sido mi vida, a todo se acostumbra uno. Pero hace unos días, durante una de las raras salidas que hago al "exterior", caminé vagando, por supuesto sin mis gafas, por las calles llenas se seres sin rostro hasta llegar a un tranquilo restaurante.

Amablemente, el maître me acomodó al fondo del establecimiento en una coqueta y solitaria mesa que estaba separada por un pequeño un hueco entre la pared y una columna cercana lleno de plantas decorativas de otra mesa similar ocupada por alguien que apenas pude entrever a través del follaje.

Cuando me puse las gafas para leer la carta, de soslayo y entre las plantas, me dio la impresión de que el hombre de la mesa vecina, para su desgracia estaba enfermo de un avanzado cáncer de páncreas y que su mal color y decrépito aspecto delataban un cuerpo consumido.

También me llamo la atención aunque creí casual, que llevaba una corbata del mismo color que la mía.

Acostumbrado, rápidamente olvidé a aquel hombre para concentrarme en el exquisito entrecot y el excelente vino que me habían servido y solo fue cuando plácidamente saboreaba el café, cuando el recuerdo de la corbata se me cruzó de nuevo y me hizo mirar a mi vecino con más atención

No me angustié, no, pero sí me sorprendí, al fin y al cabo algún día tenía que suceder, pero entre mi vecino de mesa y yo, no existía hueco alguno y tras las plantas, solo había un gran espejo.

Aquel decrépito hombre de la corbata era yo tan desmejorado que me costó reconocerme.

Cuando el Dr. Muñoz director del departamento de Cirugía que me tenía gran consideración, con cara de circunstancias y sin poder ocultar su disgusto me dijo que al día siguiente mismo y sin dilación me iba a intervenir, asentí con tristeza aún sabiendo que no me iba a operar.

Nadie crea que era porque mí cuerpo no iba a resistir hasta la intervención, no, mi tristeza era por él, porque en ese instante percibí que a su corazón, le quedaban fatalmente solo algunas horas antes de estallar en pedazos y que la" huesuda", antes de venir a por mí tenía aún que hacer otro trabajo urgente.

Tras éstos últimos renglones de su diario que me ocasionaron un terrible escalofrío, entenderéis  porqué nunca me quito de mi cabeza el 
enigmático recuerdo  de Lucindo … 

Fin

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