viernes, 6 de octubre de 2017

UN PUEBLO CON EÑE

Llegué de noche cerrada a este pueblo de cuyo nombre, como escribía Cervantes en su Quijote, no quiero acordarme. No quiero acordarme pero me acuerdo. ¡Claro que me acuerdo!, es solo que no deseo que lo sepáis. ¿Cómo iba yo a olvidarme del nombre de este lugar? solo os diré que su nombre, como España, tenía una eñe.

Mi cansancio y el estado de abandono de la carretera, además de ponerme de un humor de perros que hacía que en cada bache me acordara, para mal, de los muertos del que me había encargado aquel puto reportaje sobre la creciente despoblación rural del agro español, había dado al traste con mi intención de fotografiar la población con la luz cansada del atardecer, cuyos rayos tendidos tiñen de rosa los ocres y de violetas las sombras dramatizando así la desolación y el vacío. 


Sin embargo, cuando al fin llegué, me alivió saber que aunque hubiera llegado dos horas antes no hubiera podido trabajar a mi gusto, porque en aquel pueblo perdido en las montañosas arideces del Aragón más profundo, la noche llegaba antes y sin avisar, porque un cerro calizo coronado por la torre de un castillo medieval, adelantaba bruscamente con su sombra el ocaso del sol como si cayera un telón.

Desde la autovía, la carretera ascendía hasta el vallecito caracoleando al ritmo de un torrente que apenas llevaba agua, probablemente agotado por el esfuerzo de abrirse paso entre las rocosas y duras paredes sin vegetación de aquellos montes que castigados por las presiones de la orogenia, plegaban y ovillaban sus desiguales estratos remedando el cerebro pétreo de algún gigante caído en una lucha mitológica

Apenas la torre mudéjar del campanario de la iglesia, destacaba de aquella masa negruzca que se encaramaba por las angostas laderas huyendo de las avenidas y torrentes.

¿Luces?, apenas. El alumbrado público era escaso y débil como corresponde a una villa cuyo censo era de 5 octogenarios y cuyo colegio electoral cerró en las pasadas elecciones a los seis minutos exactos de abrir por haber votado todos ya. Fui caminando orientado solamente por el campanario por aquellos intrincados callejones de trazado morisco que apenas dejaban pasar un carro hacia lo que supuse que sería la plaza mayor donde por teléfono, había milagrosamente logrado alojamiento en una casa particular.

A medida que me adentraba en aquel caprichoso laberinto que me llevaba a veces a lugares sin salida, iba creciendo en mí una inquietud. Además del extraño aire helado, algo raro me desasosegaba en aquellas angostas oscuridades de puertas y ventanas cerradas a cal y canto…. ¡Claro coño! ¡El Silencio! Un silencio mortal que mis oídos de-bía hacer lustros que no percibían y que de algún modo se me antojaba siniestro.

A pesar de lo poco pusilánime que soy, aquella ausencia me estaba ya anonadando cuando antes de llegar a mi destino algo ocurrió.

Cerca ya de la plaza y cuando intentaba sacar el tabaco del bolsillo de mis tejanos, se me cayeron las llaves y su sonido al golpear el antiguo empedrado, rompió el silencio de tal manera que casi me ensordeció a mí mismo.

Al instante, de la oscuridad de los callejones que yo creía inhabitados, medio centenar de rostros blancos me miraron interrogantes y después siguieron calmosos sus respectivos caminos.

Cuando se me pasó el acojono, me di cuenta de que aquellas gentes debían andar por allí antes y que sus pardos ropajes no me había permitido distinguirlos, pero cuando llegué a la plaza algo más iluminada, los pude ver mejor. No hablaban entre sí, muchos iban vestidos a la antigua y salvo un par de jóvenes y algunos niños, la mayoría eran personas mayores con el pelo blanco que caminaban sin hacer ruido como si llevaran suelas de fieltro.

Cuando tiré de la cuerda que había en el portal, Doña Remedios, desde el balcón me preguntó siseando si era el forastero y cuando le dije que sí, me echó una llave oxidada enrollada en un trapo de franela.

-No lo esperaba hasta mañana y no hay nada preparado para cenar. Si quiere, tengo un trozo de jamón, un mendrugo de hogaza y media botella de tinto, lo siento, pero es todo lo que le puedo ofrecer.

Acepté agradecido porque tenía ya el ombligo pegado al espinazo y mientras se afanaba en poner la mesa, le pregunté a Doña Remedios quiénes eran todas aquellas personas de la calle y le comenté también que me había llamado la atención que en un pueblo tan poco habitado hubiera a aquellas horas tanta gente por la calle.

Noté a Doña Remedios algo sorprendida de que le preguntara por ellos y luego dejó su rostro amable y se mostró seria y evasiva.

-Son fiestas ¿sabe…?

Yo , que me había documentado, me atreví a replicarle que tenía entendido que las fiestas habían sido por la Virgen de Agosto, cuando los veraneantes y los hijos emigrados del pueblo que rehabilitaron algunas casas acudían allí y celebraban toros y verbenas? .

-No, no. Estas son otras, son solo para los de aquí, dijo secamente

La verdad es que dormí como una marmota en aquel jergón de lana de oveja y me levanté con el alba entusiasta y repuesto. Doña Remedios no estaba, pero sobre la mesa encontré café de puchero y pastas de anís

Con los primeros rayos de sol, aquel pueblo me resultó extrañamente fascinante. Tenía la belleza de los colores ocres y terrosos que tienen los desiertos. La geología compensaba con creces la ausencia de vegetación. Los murallones pétreos empequeñecían la villa construida con troncos y enormes adobes de arcilla amarillenta y rojiza y que junto a los tejados del mismo color parecía formar un todo indistinguible con las laderas, los hornos y las canteras donde durante siglos habían extraído el material y solo alguna casa blanca en lo alto, las ovejas en el aprisco y la cúpula azul del campanario le daban un contrapunto de color

Algunos barrios en ruinas abandonados a su suerte, se desmoronaban adornados de arenas azafranadas y herrumbres oxidadas con una belleza indolente y elegante, mostrando los caserones, el esqueleto noble y centenario de sus maderos. En lo alto del cerro protector, la torre ruinosa pero altiva del castillo parecía recordar a todos el orgullo de lo que habían sido.

Pasé el día fotografiando y filmando hasta agotarme, pero no encontré a nadie a quién entrevistar. Las calles estaban desiertas y el bar, el horno, las tiendas de alimentación e incluso el estanco de tabaco, debían llevar años cerrados

De nuevo desde que llegué, algo me dejó perplejo. Incongruentemente, el apartado cementerio de aquel decadente lugar estaba impoluto, blanqueado y sin mácula con enormes cipreses apuntando el cielo, setos perfectamente podados, arriates de flores reventonas y ni una sola mota de polvo en las lápidas de los nichos.

Cuando volví pensativo a la habitación de nuevo Doña Remedios estaba ausente y una cena fría me esperaba sobre la mesa. Caí en la cama como un fardo, pero a las cuatro de la madrugada mi vejiga se quejó y me tuve que levantar con urgencia. Una extraña escalera de caracol me llevó hasta baño que estaba en el sótano. Cuando salía aliviado del mismo, oí, amortiguada por la madera de la puerta contigua, la voz siseante de Doña Remedios y no pude evitar pegar el oído.

-¡Os ve! ¡Os lo juro! ¡Os puede ver! ¡El forastero os puede ver! Os vio anoche y os volverá a ver si mañana volvéis a salir…

Molesto y al ver que el tema me incumbía, abrí la puerta de golpe y dije en voz alta ¡A quién coño puedo ver yo!

Silencio….Nadie me respondió en aquella bodega abovedada y enorme en cuyo fondo hicieron eco mis palabras a pesar de estar repleto de gente oscura y silenciosa de rostros céreos e inexpresivos. Solo por el contraste con Doña Remedios que estaba al frente de todos y algunos ancianos perdidos entre aquella masa, me di cuenta de que aquellas formas pardas eran fantasmalmente desvaídas y traslúcidas.

-¡Vd. forastero puede ver a las almas! dijo Doña Remedios volviéndose hacia mí, luego añadió: Hubiera preferido que se fuera Vd. sin saberlo, pero ahora, ya no hay remedio.

-¿A las almas? ¿A qué almas?

A las que habitan en el pueblo con permiso del Señor… a las que duermen de día en el cementerio y vagan por la noche por las que fueron sus calles y sus casas, a las que no encontraron en el paraíso un lugar mejor que el pueblo donde nacieron y pronto, cuando muramos los pocos que quedamos y con nosotros éste pueblo, tendrán que partir llorosas al mas allá… Si, a esas almas son las que Vd. puede ver para su desgracia.

¿Para mi desgracia? ¿Qué quiere Vd. decir con eso…?

Mire forastero, solo pueden ver esas almas quién como nosotros los que quedamos aquí vamos a morir pronto y la parca nos tiene ya apuntados en su agenda…

No dije nada…cerré con cuidado la puerta y subí a mi habitación…No…No he dejado el pueblo, he decidido que no es un mal lugar para esperar lo inevitable, no publiqué reportaje alguno, las fotos se quedaron en las tripas de la cámara y yo…yo me dedico ahora a cuidar del cementerio, de hecho, escribo esto apoyado en el mármol negro de lo que será mi lapida…



Fin