viernes, 28 de abril de 2017

HACKIM (V 2017)

Cada día que el amanecer me sorprende faenando en mi barca, miro hacia el horizonte buscando la salida del Sol. Cuando, como un río dorado, su reflejo alcanza a iluminar la borda blanca de mi embarcación, entonces, y solo entonces, sin soltar la mano del timón beso el madero barnizado que sostiene la carlinga y con el sabor a salitre aun en mis labios, doy gracias por todo lo que tengo.

Pero debo ser sincero...., no he sido siempre así de agradecido con la vida. Durante mucho mucho tiempo, de madrugada en el muelle pesquero tiritando por el frío de la noche, he subido a bordo de la barca de mi padre maldiciendo mi suerte, para preguntarme con amargura 
¿Qué coño hacía un doctor en derecho pasando trabajos y penurias, luchando con las engorrosas redes, llenándose las manos de escamas resbalosas e hiriéndose los dedos con las espinas traicioneras de las Escórpas, mientras los vientos y las marejadas zarandeaban su cuerpo?.

Si..., tal vez no fuera culpa de mi carácter. En el pueblo otros jóvenes sentían algo parecido, como Manuel..., el hijo del porquero, un arquitecto que cubierto de mierda, echaba de comer a los gorrinos al amanecer pensando en morirse allí mismo. Ó Luis..., un topógrafo que se deslomaba la espalda lleno de resentimiento descargando los cajones de pimientos en el mercado.Ó Toni..., el hijo del alcalde, que había estudiado ciencias económicas y que ya se había tragado dos veces un tubo de pastillas intentando dejar de languidecer como conserje del consistorio.

Éramos la generación del desencanto, de la decepción, una generación que fuimos fruto de una época que fue un espejismo, una ilusión, un engaño que llevó a nuestros padres, que con la explosión turística del pueblo y la construcción habían medrado un poco, a gastar lo que tenían y lo que no tenían en la educación de sus hijos para que fueran "alguien" en la vida y lograran lo que para todo español era el anhelo de su vida : ganarse la vida sin callos en las manos.

Con la caída del "castillo de naipes", la realidad siempre tozuda, nos hizo pensar luego que habíamos vivido en un país ficticio y nuestra magnífico bagaje se convirtió en una rémora..., un peso..., un recordatorio del fracaso de nuestras expectativas, que incluso hacía sonreír con sorna a los jóvenes más pobres del pueblo que habían envidiado nuestra preparación.

Pero un día..., Hackim entró en mi vida como la luz entra en una bodega cerrada e ilumina sus negras paredes mostrando la belleza oculta de sus sillares. Jamás llegaré a su perfección porque ya soy mayor para eso, pero observarlo me ha enseñado a vivir.

Él era y es un "moro", pero no un moro al uso. Hackim es creyente, pero no de esos intolerantes  que ve un enemigo en todo lo occidental. 


Cuando vino a pedir "faena" a mi barca una mañana de verano que descargábamos sardina, Hackim era muy joven..., apenas un niño que venía de la nada. Estaba tan delgado, que sus ojos castaños y algo femeninos le ocupaban toda la cara brillando con descaro. Sus brazos canela oscuro parecían ramas secas y su pelo estaba tan rizado y polvoriento que parecía canoso. Pero su sonrisa, mostraba dos hileras de dientes blancos como la cal de la ermita e irradiaba la alegría y felicidad de haber llegado al paraíso que Ala les había prometido.

Si..., Hackim venía de la nada, porque venía del corazón del desierto. Su familia de nómadas camelleros era la prueba de que el ser humano puede vivir casi de la nada. Hackim no sabía siquiera de donde era porque en aquella arena ardiente, no se aventura ningún funcionario a plantar un tocón fronterizo y menos aún, a inscribir en un registro al trozo de carne cobriza que su madre pario en la alfombra de la tienda entre tender la ropa y preparar el cous-cous de la cena.


A aquél muchacho, se le había enseñado que la felicidad no estaba en las cosas, sino en el interior de uno. Se le había enseñado a respetar y escuchar y a ver las alegrías y gozos y las desgracias y las penas como partes inevitables de la existencia con la íntima aceptación de que, como en la arena del desierto, toda luz produce una sombra. También se le había enseñado a reír y ayudar a los demás..., a amar el vacío en el horizonte y la inmensidad en el cielo de las frías noches. Pero sobre todo..., a dar gracias a Dios simplemente porque le permitía vivir.

Pero aquel milenario modo de vida, se había acabado. Las carreteras y los camiones terminaron con las invisibles rutas de las caravanas y uno puede vivir con poco, pero no con nada y su padre, con lo poco que le dieron por los camellos, había logrado meterlo en una patera que lo alejara de allí.

Cuando el chico, mortalmente asustado porque no sabía nadar y la mayor cantidad de agua que había visto era un charco sucio en algún perdido oasis, vio el mar por primera vez desde la patera, se serenó al instante. Fue un flechazo. Se enamoró inmediatamente de él, de su inmensidad, de su silencio y de su glauco infinito y de aquella tranquilizadora línea recta que dividía dos azules del cielo y del mar.

Como un niño huérfano que buscara a su madre en otra mujer, creo que en su corazón , el mar ocupó el hondo hueco que había dejado la enormidad del desierto.

Desde entonces..., jamás Hackim se ha separado de él a pesar incluso que casi lo mata cuando aquel hijo de puta que los trajo a Europa, los soltó a doscientos metros del faro de cabo Pagel, jurándoles que harían pie en seguida.


Milagrosamente, Hackim se salvó de ahogarse gracias a un fardo de ropa de algún desgraciado, que Alá le envió cuando, agotado de bracear, comenzaba a tragar el agua salada que jamás había probado.

Pero cuando Hackim se tendió en la arena de la orilla más muerto que vivo, comprendió que la energía del poderoso mar era tan obra de su Dios como la fuerza telúrica del desierto.

Ahora el muchacho vive en mi barca, no come más que el pescado de morralla que nos sobra, y solo sale un rato algún domingo a tomar una cerveza. Le permití quedarse en ella cambio de limpieza y vigilancia y allí...,con su radio a pilas..., no estaría en un palacio más a gusto que entre sus cuerdas y aparejos. Todo lo que le doy lo envía a su familia y vive con alegría el presente como si no hubiera un mañana.


Solo a veces, lo veo dejar de sonreír. Solo se pone serio cuando reza y desde mi cabina cuando me quedo a repasar las cuentas y la tripulación ya se ha marchado, observo como se arrodilla para arreglar las redes, y se afana limpiándolas y desenredándolas con cariño. Pero... de cuando en cuando, murmura bajito agradeciendo lo que tiene, mientras baja su cabeza en dirección a la meca apretando su frente contra las mallas de la red hasta que su enrejada grafía le queda marcada en su frente.

Sé que algún día Hackim se irá y yo lo sentiré. El, 
desde su humildad, no sabe y ni siquiera sospecha lo que me ha enseñado. Pero la misión para la que Alá o Dios o quien quiera que haya ahí arriba me lo envió... ya la ha cumplido.