viernes, 24 de febrero de 2017

MEDIAS AZUL AÑIL

Cómo últimamente ocurría, a Lucia el sexo la dejaba agotada y vacía.

      A "Mon petit Lucy" como él la llamaba, una laxitud melancólica 
le invadía y se apoderaba de ella cuando él se levantaba del lecho impaciente con la cabeza ya en otros asuntos y tirándole su parte de embozo encima, se vestía con rapidez con su aparatoso uniforme y se agachaba para darle un beso rutinario acompañado de una educada disculpa acerca de la obligación del sagrado deber y salía zumbando de la habitación dejando la puerta abierta como si su intimidad le importara un carajo sin decir siquiera cuando iba a volver a visitarla.

      Lucia no tenía mas remedio entonces, que levantarse a cerrar la dichosa puertecita, si no quería que todo el personal que la vigilaba en aquel pequeño palacio cerca del Belvedere y que poco a poco se había convertido en una jaula de oro, le viera el culo.

     Una vez levantada, la cama revuelta ya no la llamaba. Prefería sentarse en una butaca cercana a los grandes ventanales y mientras fumaba pensativa , permitiendo que el sol, ese sol mañanero y primaveral que iluminaba la maravillosa belleza palaciega y anticuada de la Viena de las primeras década del siglo XX, también iluminara algún trozo de su pálida piel. 

      !No!, no se había lavado aun. Se había acostumbrado a eso antaño para poder sentir y prolongar su presencia cuando su apasionado y valiente amor por él que aún le cegaba de lo inexorable de su predecible destino. A Lucía le agradaba sentir sus propios labios emborronados de carmín y saliva reseca,sus pechos cansados y aún doloridos y la sensación de pringosidad de su entrepierna de la que con la verticalidad aún fluía algún chorrillo de esperma real.

      Pero ahora…, él ya no hablaba de amor sino de asuntos de estado, la hoguera se había consumido dejando mucha ceniza y apenas unas brasas y no asearse, solo era una triste pereza que dilataba en Lucía el momento de enfrentarse con el agua fría.

      Viendo el humo de su cigarrillo ondular dorado a través de un rayo de sol, Lucía no pudo evitar recordar cómo ya hace mucho tiempo, cuando su amigo y genial pintor Klimt le mostró su obra "El Beso", víó en ella reflejado su tierno idilio. Pero ahora…,ahora que hacía mucho tiempo que Lucia ya no se sentía amada y mimada como en ese cuadro Apolo hacía con la ninfa Dafne, Lucía se sentía ahora como el otro escandaloso cuadro de Gustav. !Si…!, !Ahora se sentía como Danae !,aquella princesa griega encerrada en una claustrofóbica caja de bronce por su padre Aristio cuando la pitonisa de Delfos le auguró que moriría a manos de su nieto, evitando de ese expeditivo modo que nadie pudiera preñarla. !Si…!, Lucía se veía ahora reflejada en la sensual, bella y cautiva Danae , pero anhelaba las estrellas doradas del semen del Dios Zeus burlando el encierro y fertilizándola entre sus muslos.

      Tal vez Lucía vencida y desmoralizada se hubiera conformado con su destino si hubiera podido tener en sus brazos un pequeño bastardo real.

      En los últimos años la decepción había desatado en su vientre vacío un intenso anhelo de maternidad y al llegar a este punto, Lucía pensó con tristeza en lo poco que cambian algunas cosas en las rancias monarquías y cómo había llegado a envidiar la suerte de María "La Calderona".

     "La Calderona ", una famosa actriz, fue otra "Puta del rey " como ella misma a quien trescientos años antes, Felipe IV, el hipócrita rey Habsburgo de la rama española, un adicto al sexo que rosario en mano y mientras su imperio como el de su actual pariente también se le descosía a trozos, no respetaba ni a las novicias de los conventos. Pero… por lo menos le había dejado un hijo bastardo con apellido de Austria antes de encerrarla para siempre en un convento, porque nadie podía yacer después con quién había sido amante del Rey.

     Pero Francisco José, este emperador Austro-húngaro firme candidato a ser el último de su estirpe, no era un Dios Griego como Zeus sino solo un hombre egoísta tan en decadencia como su caduco imperio. En realidad, era un rey de opereta al que incluso sus propios espermatozoides también amotinados, se le negaban a entrar en batalla.

     ¿ Como había llegado a ser  una barragana imperial aquella joven condesa Lucía ?. Ella había sido educada aristocráticamente para la corte, pero el ardor juvenil y un sentido innato de la injusticia, la había llevado a convertirse en una especie de aristócrata feminista valiente y rompedora que frecuentaba los modernos cinematógrafos y pasaba la tardes en los salones intelectuales donde, con la música de Mahler en el gramófono, se discutían las revolucionarias teorías psicoanalíticas de Freud que liberaban la reprimida sexualidad de la mujer y que luego eran reflejadas en las escandalosos obras de pintores rebeldes y vanguardistas como Kilmt , Egon Shield y Kokotsha .

     ¿Cómo había cambiado tanto aquella joven Lucía que incluso participaba a veces, coqueteando con el peligro, en las reuniones nocturnas y secretas de algún grupo obrero y revolucionario cuyas clandestinidad inflamaba su joven corazón de rebeldía ?.

     Lucia ahora maldice a veces haber sido tan bella, porque cuando el Emperador prendado de su hermosura tras aquella recepción, la eligió para sí a ella y solo a ella como se elije la mejor rosa de un jardín y la princesa "Sisí" que todas las jóvenes vienesas llevan ocultas dentro de su corazón desde niñas la hizo estallar en un apasionado amor, todo lo que no fuera él se le borró de su mente como si nunca antes hubiera vivido.

      Cuando el ruido de doncella al entrar para preparar el baño la sacó de sus amargos pensamientos, Lucía se sorprendió reflejada en el inmenso espejo vestidor del fondo de la alcoba, !Que bella era aún!. Un rayito de esperanza le cruzó fugazmente su pecho. La posición de sus piernas perfectas enfundadas en aquellas preciosas medias azul añil, permitía vislumbrar unas nalgas a las que, como ocurría sus pechos algo caídos, la madurez había dotado de mayor sensualidad y sus suaves ojeras melancólicas, le daban a su rostro de nácar una misteriosa morbidez.

     Al fin, Lucía apagó el cigarrillo, se levantó remolona del silloncito y se desperezó como una gata. La cautiva condesa sentía frío ya y el baño estaría ya caliente y espumoso.

     Sabía que aquel imperio era ya un absurdo en el agitado siglo veinte y que solo su desaparición le permitiría a ella volar libre hacia sus deseos antes de que su fertilidad se marchitara olvidada.

    Antes de dirigirse al baño, tomó el espejito de oro que él le había regalado y reflejando el sol sobre la tercera ventana del palacio de Belvedere hizo la señal convenida con los agentes de las potencias enemigas. Luego, se relajó satisfecha en el agua espumosa.