Cada día que el amanecer me
sorprende faenando en mi barca, miro hacia el horizonte buscando la salida del Sol. Cuando,
como un río dorado, su reflejo alcanza a iluminar la borda blanca de mi embarcación,
entonces, y solo entonces, sin soltar la mano del timón beso el madero barnizado
que sostiene la carlinga, y con el sabor a salitre aun en mis labios doy
gracias por todo lo que tengo.
Pero debo ser sincero, no he
sido siempre así de agradecido con la vida. Durante mucho mucho tiempo, de madrugada
en el muelle pesquero, tiritando por el frío de la noche, he subido a bordo de la barca de mi padre maldiciendo mi suerte, para preguntarme con
amargura a cada instante de la jornada .
¿Qué coño hacía un doctor en derecho pasando trabajos y penurias, luchando con las engorrosas redes , llenándose las manos de escamas resbalosas e hiriéndose los dedos con las espinas traicioneras de las Escórpas, mientras los vientos y las marejadas zarandeaban mi cuerpo ?.
¿Qué coño hacía un doctor en derecho pasando trabajos y penurias, luchando con las engorrosas redes , llenándose las manos de escamas resbalosas e hiriéndose los dedos con las espinas traicioneras de las Escórpas, mientras los vientos y las marejadas zarandeaban mi cuerpo ?.
Si, tal vez no fuera culpa
de mi carácter, porque en el pueblo otros jóvenes sentían algo parecido, como Manuel,
el hijo del porquero , un arquitecto que, cubierto de mierda echaba de comer a
los gorrinos al amanecer pensando en morirse allí mismo, o Luis, un topógrafo
que se deslomaba la espalda lleno de resentimiento descargando los cajones de
pimientos en el mercado , o Toni, el hijo del alcalde, que había estudiado
ciencias económicas y que ya se había tragado dos veces un tubo
de pastillas intentando dejar de languidecer
como conserje del consistorio.
Éramos la generación del
desencanto, de la decepción, una generación que fuimos fruto de una época que
fue un espejismo, una ilusión, un engaño que llevó a nuestros padres, que con la explosión turística del pueblo y la
construcción habían medrado un poco, a gastar lo que tenían y lo que no tenían
, en la educación de sus hijos para que fueran "alguien" en la vida y
lograran lo que todo español pensaba que era el anhelo de su vida : ganarse la
vida sin callos en las manos.
Luego, con la caída del
"castillo de naipes" , la realidad siempre tozuda, nos hizo pensar que habíamos
vivido en un país ficticio, y nuestra preparación se convirtió en una rémora, un peso, un recordatorio del
fracaso de nuestras expectativas que incluso hacía sonreír con sorna a los más pobres
del pueblo.
Pero un día, Hackim entró en
mi vida como la luz entra en una bodega cerrada e ilumina sus negras paredes mostrando la belleza de sus sillares. Jamás llegaré a su perfección
porque ya soy mayor para eso, pero
observarlo me ha enseñado a vivir.
Él era y es un "moro" , pero no un
moro al uso. Hackim es muy creyente pero no de esos de babuchas Corán e
intolerancia con el cerdo y el alcohol. Cuando vino a pedir "faena" a
mi barca una mañana de verano que
descargábamos sardina, Hackim era muy
joven, apenas un niño que venía de la nada. Estaba tan delgado, que sus ojos
castaños y algo femeninos le ocupaban toda la cara brillando con descaro y sus
brazos canela obscuro parecían ramas secas y su pelo estaba tan rizado y polvoriento que parecía canoso. Pero
su sonrisa, mostraba dos hileras de
dientes blancos como la cal de la ermita, e irradiaba la alegría y felicidad de
haber llegado al paraíso que Ala les había prometido.
Si, Hackim venía de la nada,
porque venía del corazón del desierto. Su familia de nómadas camelleros era la
prueba de que el ser humano puede vivir casi de la nada. No sabía siquiera de
donde era, porque en aquella arena ardiente, no se aventura ningún funcionario
a plantar un tocón y menos a inscribir en un libro al trozo de carne cobriza
que su madre pario en la alfombra de la tienda entre tender la ropa y preparar
el cous-cous de la cena . Se le había enseñado que la felicidad no estaba en
las cosas, sino en el interior de uno.
Se le había enseñado a respetar y escuchar, y a ver las alegrías y gozos y las desgracias y las penas como partes inevitables de la existencia, con la íntima aceptación de que en la arena toda luz produce una sombra. También se le había enseñado a reír y ayudar a los demás, y a amar el vacío en el horizonte y la inmensidad en el cielo de las frías noches. y sobre todo, a dar gracias a Dios simplemente porque le permitía vivir.
Se le había enseñado a respetar y escuchar, y a ver las alegrías y gozos y las desgracias y las penas como partes inevitables de la existencia, con la íntima aceptación de que en la arena toda luz produce una sombra. También se le había enseñado a reír y ayudar a los demás, y a amar el vacío en el horizonte y la inmensidad en el cielo de las frías noches. y sobre todo, a dar gracias a Dios simplemente porque le permitía vivir.
Pero aquel milenario modo de vida, se había acabado. Las carreteras y los camiones terminaron con las invisibles rutas de las caravanas . Uno puede vivir con poco, pero no con nada y su padre, con lo poco que le dieron por los camellos, había logrado meterlo en una patera que lo alejara de allí.
Cuando Hackim , mortalmente asustado porque no sabía nadar y la mayor
cantidad de agua que había visto era un charco sucio en algún perdido oasis, vio
el mar por primera vez desde la patera , se serenó al instante. Fue un
flechazo. Se enamoró inmediatamente de él , de su inmensidad, de su silencio y
de su glauco infinito y de aquella tranquilizadora línea recta que dividía dos
azules del cielo y del mar.
Como un niño huérfano que buscara a su madre
en otra mujer, creo que en su corazón , el mar ocupó el hondo hueco que había
dejado la enormidad del desierto.
Desde entonces, jamás se ha separado de él, a pesar incluso
que casi lo mata cuando aquel hijo de puta que los trajo, los soltó a
doscientos metros del faro de cabo Pagel jurándoles que harían pie en seguida.
Milagrosamente, Hackim se salvó de ahogarse gracias a un fardo de ropa de algún
desgraciado, que Alá le envió cuando, agotado de bracear, comenzaba a tragar el
agua salada que jamás había probado.
pero cuando Hackim se tendió en la arena de la orilla más muerto que vivo, comprendió que la energía del poderoso mar era tan obra de su Dios como la fuerza telúrica del desierto.
pero cuando Hackim se tendió en la arena de la orilla más muerto que vivo, comprendió que la energía del poderoso mar era tan obra de su Dios como la fuerza telúrica del desierto.
Ahora el muchacho vive en mi barca, no come más que el
pescado de morralla que nos sobra, y solo sale un rato algún domingo a tomar
una cerveza. Le permití quedarse en ella cambio de limpieza y vigilancia y allí
,con su transistor, no estaría en un palacio más a gusto que entre sus cuerdas
y aparejos. Todo lo que le doy lo envía a su familia y vive con alegría el
presente como si no hubiera un mañana. Solo a veces, lo veo dejar de sonreír. Solo se pone serio cuando reza y desde mi cabina cuando me quedo a repasar las
cuentas y la tripulación ya se ha marchado observo como se arrodilla para
arreglar las redes, y se afana limpiándolas y desenredándolas con cariño, pero... de cuando en cuando, murmura bajito agradeciendo de lo que tiene, mientras baja su
cabeza en dirección a la meca apretando su frente contra las mallas hasta que su enrejada grafía le queda marcada en su frente.
Sé que algún día Hackim se irá y yo lo
sentiré. El no lo sabe, desde su
humildad, ni siquiera sospecha lo que me ha enseñado. Pero la misión para la
que Alá o Dios o quien quiera que haya ahí arriba me lo envió, ya la ha
cumplido.